(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 7: Uriah (Amanecer Carmesí)
Bueno, aquí estamos otra vez con la batalla de los marjales. Esta siendo más largo que las escaleras que te llevan a la cúpula de San Pedro en el Vaticano. De manera que voy a ir sumando entradas con ella hasta terminar de narrarla y seguir con otras cosas.
Tomando, quién sabe si por última vez, una bocanada del fragante aire del jardín, Uriah se internó en el oscuro pasadizo. A los pocos segundos, su peso sobre los empinados escalones activó los antiguos mecanismos y el pesado bloque de granito comenzó a girar de nuevo. En la oscuridad de la escalera de caracol, el veterano guerrero sintió acelerarse el corazón. Lejos quedaban los días en que, llevado por las poderosas alas de su montura, Espolón, surcaba los cielos a la vista de todos. Ahora, en cambio, caminaba bajo tierra, oculto de todas las miradas. El olor a tierra inundó sus fosas nasales. A tientas, abrió su zurrón. Con cuidado de no tirar nada, rebuscó entre sus pertenencias. Al cabo de un momento, encontró lo que necesitaba y sacó un delicado broche de plata con la forma de una puntiaguda hoja de acebo. Se lo prendió de la capa, a la altura del hombro izquierdo, y susurro:
—Lucero.
A su orden, las diminutas bolas de cuarzo, que imitaban ser frutos, comenzaron a emitir una cálida luminiscencia.
Mientras dejaba que sus ojos se acostumbrasen a ella, el curtido comandante admiró el artístico trabajo de la escalinata. Instalada en medio de un amplio túnel vertical, asemejaba ser una enorme columna levantada en medio del túnel, que luego hubiera sido vaciada para esculpir sus peldaños y recargadas balaustradas labradas con forma de vides con sus racimos de uvas.
Siguiendo el hábito de pasadas visitas, Uriah observó detenidamente el estado del pozo. Las raíces de los jardines superiores asomaban aquí y allá para luego esconderse de nuevo. Varios escalones por debajo suyo, un par de ratas grises corrían asustadas por su intromisión. Sus chillidos agudos e irritantes reverberaron en la amplitud de la oquedad.
«A esto me he visto reducido.» Se lamentaba para sí. Sintiéndose sucio por verse en una tesitura como aquella, en lo que reemprendía la marcha. «Lo he hecho lo mejor que he podido, Iván.» Se repetía. «Velo por ellos todos los días. Tan sólo nuestro viejo maestro lo podría haber hecho mejor que yo. Pero nos quedamos tan solos sin ti. Incluso Daimiel flaqueó.»
***
—¿Has entendido lo que se espera de ti? —mirando fijamente a su pelirrojo compañero de armas, preguntó Iván.
Las primeras luces del alba asomaban por sobre las lejanas montañas, tiñendo el cielo de púrpura y carmesí. Una espesa niebla matutina cubría el paisaje. Pronto, el enemigo abandonaría el amparo del tupido bosque. Ya se podía oír su avance, sin reparo, derribaban los mismos árboles que los habían protegido del acoso de las águilas de Tormo.
—Proteger nuestro flanco derecho, buscar su flanco izquierdo —repitió en tono enérgico el joven caballero, cubierto de acero de pies a cabeza, la cimera alzada, los ojos marrones rebosantes de impaciencia—, desbaratar la carga de sus jaburies.
Los caballos del casi un millar de guerreros congregados bajo los estandartes del Rey y la Orden de Tormo piafaban y cabeceaban nerviosos. La excitación de los jinetes repercutía en sus monturas.
—El mayor alcance de nuestras lanzas os dará ventaja en la embestida inicial —recordó Uriah que había dicho.
—Y la mayor alzada de nuestros caballos en la refriega —con un deje de irritación tiñendo la voz del más joven de los tres, lo interrumpió Daimiel—. Lo sé, lo sé.
—Queda dicho entonces —se despidió Iván. Y golpeando con el puño de acero la media coraza que portaba, añadió en voz alta, que todos le oyeran, el lema de su orden—. ¡La justicia, como el rayo!
—¡La justicia, como el rayo! —le hicieron eco las voces sus cófrades— ¡La justicia, como el rayo! —y el repicar de sus guanteletes contra sus corazas retumbó como el granizo en medio de la tormenta.
Volviendo grupas, se separaron Iván y Uriah de Daimiel. Sabían que la confianza sobre él depositada se vería correspondida. Antes de regresar por sus monturas aladas, desfilaron por delante de la línea de batalla, comprobando que su disposición respetase el plan trazado, saludando a los contendientes y despertando vítores a su paso.
Los enanos sonaron sus pesados cuernos de guerra. Los humanos, esgembreses, karnolianos y dancos por igual, redoblaron el atronar de gaitas y tambores, golpearon con sus armas los escudos y, ante la sangrienta labor que tenían por delante, olvidaron las diferencias que en su cotidianidad los separaban. Los elfos, en cambio, más contenidos, sin dejarse contagiar por la excitación de sus aliados, entonaron un canto alieno, triste pero preñado de amenaza, que rendía tributo a los caídos en su milenaria lucha contra los adoradores de la Espada y de los Cometas.
Una vez alcanzaron la suave loma donde los esperaban los restantes paladines de Tormo. Desmontaron con agilidad, al contrario que Daimiel y sus caballeros que iban a la lucha equipados con armadura completa, el rey y su mano derecha vestían una versión más ligera de media coraza y malla, especialmente adaptada para no sobrecargar a sus águilas gigantes.
Unos mozos se hicieron cargo de sus caballos. Para contrariedad de Iván, allí estaban también sus esposa y sus hijos. Uriah sabía que habían llegado a última hora de la noche, pero no estaba al tanto del motivo.
—Aún estás a tiempo, amor mío —imploró ella al borde de las lágrimas, los labios carnosos temblando.
Con gesto airado, la espalda rígida y los brazos cruzados sobre el pecho la iba a replicar el monarca, molesto por aquél último intento público y desesperado por contravenir su voluntad, cuando sonaron trompetas de alarma desde las desgarbadas atalayas del burgo. Los primeros guorzs salían a campo abierto.
Pequeños y de complexión fibrosa, en un primer momento, con su malsano tono de piel verde amarillento, podían inducir al observador inexperto a considerarlos, semidesnudos y armados con los herrumbrosos descartes de las castas mayores como iban, enclenques, debiluchos que no suponían amenaza alguna. Pero, conforme más y más figuras primitivas y crueles salían del bosque, liderados por harapientos chamanes encapuchados, con sus abalorios de huesos animales y humanos traqueteando como sonajeros, bailoteando desaforados y chillando maldiciones con sus vocecillas agudas e hirientes, esa primera impresión se demostraba equivocada. Aún más cuando la conducta enajenada de sus líderes se contagiaba a un número creciente de gribzs de ojillos malévolos y dientes aguzados como pirañas.
—Ya lo hemos hablado, mujer —pasado aquél primer momento de enfado, con el amor que sentía por la madre de sus hijos plasmado en la mirada, zanjó la discusión Iván—. Mío es el deber y mía será la gloria en la jornada de hoy.
Y con toda la delicadeza de que era capaz, alzó la barbilla de su amada esposa, a la que recorrió la espalda un escalofrío al sentir el contacto del metal de los guanteletes sobre su piel, y depositó un beso sobre sus rojos labios.
Entre tanto, los restantes miembros del Círculo Interior de la Orden de Tormo esperaban su señal para subir a lomos de sus monturas y emprender el vuelo. Al fin, tras revolver, cariñoso, los rizados cabellos de su hija mayor, no los hizo esperar más y se encaminó hacia su grifo, Sangraal. No le pasó a Uriah desapercibida la mirada cargada de aversión y miedo que su reina le dedicó a la orgullosa bestia. Bien sabía de los reparos que había puesto al recibir el regalo del erudito Rey de Arras, pero la intensidad de su animadversión era nueva para él. Nada sabía de los sueños que la atormentaban.
Era admiración, en cambio, la emoción que embargaba su pecho al contemplar la poderosa criatura. Sentado sobre sus leoninos cuartos traseros. Las patas de águila derechas, sus garras afiladas enfundadas en mineral de roca enano, ligero, pero mortífero, imbuido de magia natural. El amplio pecho, que el propio Iván no abarcaba con los brazos extendidos, protegido por un pectoral del mismo prodigioso material, liviano a la par que resistente, en el que un habilidoso artesano había repujado la torre de Tormo y el corazón de Esgembrer.
Al reconocer a su jinete, Sangraal inclinó la cabeza de blancas plumas, sus grandes ojos de animal delatando inteligencia y afecto. Iván le correspondió con una caricia, recorriendo suavemente la blanca frente y el pico dorado. El grifo graznó de contento y Uriah se preguntó cómo era posible no maravillarse delante de tamaño prodigio de la creación.
—¡Paladines! —una vez estuvieron todos a lomos de sus alas justicieras, los arengó el rey— ¡Es la hora del valor!
—¡Es la hora del valor! —corearon los seis la familiar letanía.
—¡Es la hora del deber!
—¡Es la hora del deber! ¡...del deber!
—¡Es la hora del acero!
—¡Es la hora del acero! ¡...del acero!
—¡La justicia… —dejó en suspenso la invocación por todos compartida.
—¡...como el rayo! —con una sola voz, un solo alma y una sola voluntad culminaron la plegaria.
Como una coreografía ensayada, alzaron los paladines de Tormo el vuelo uno tras otro, con el rey a la cabeza. Blandiendo sus mazas y martillos al viento, canalizando magia divina en ellos, brillantes como estrellas, ascendiendo a la vista de aliados y enemigos.
A su señal, cada clérigo de batalla desplegado entre los defensores de Esgembrer alzó su arma consagrada. Elfos, enanos y hombres unidos en la hora señalada.
Desde las alturas, Uriah contuvo la respiración, sobrecogido por la suma del poder allí reunido. Tampoco pudo ignorar que la mayor concentración de luz dorada surgía de entre las tropas aportadas por la Orden de Aubea, lideradas en persona por su Ungida, la Dama Meldoried. A la bella diantari, situada en primera línea, equipada con la lujosa panoplia guerrera propia de eras pretéritas, la envolvía un aura cálida y melosa que también protegía con su abrazo a los hoplitas cercanos. Era la viva imagen de su diosa encarnada, y como tal la adoraban quienes la rodeaban.
Por hoy me despido, pronto volveré con las escaramuzas de vanguardia. Mientras tanto os dejo con Hammerfall y su "Bring the Hammer Down"
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