(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 1: La Tuerta

     Bueno, continuamos con "Caminos Separados" pero para que resulte menos intimidante, doy comienzo a otra aventura dentro de la misma historia y procedo a numerar desde el número uno.

     Así, lo anterior queda englobado como "La Amenaza bajo Esgembrer" y la continuación pasará a llamarse "La Ciudad bajo la Ciudad"


     En el Barrio Bajo, donde los ojos ciegos de la justicia vuelven la mirada y el largo brazo de la ley cambia de calle, entre casonas abandonadas de techos caídos e hileras de casas de paredes deslucidas y combadas, aquí y allá, destacan entre la oscuridad reinante de sus callejones malolientes, llenos de charcos, las ventanas iluminadas de las pocas tabernas que, con comprada impunidad, quebrantan el toque de queda impuesto por la corona.

     Hasta allí se habían encaminado, con paso perezoso e indolente, los músculos de alquiler contratados por Fabián para los nocturnos quehaceres de su élfico mecenas. Habían decidido que aquella era su noche de suerte, con dinero de sobra en sus bolsillos y perspectivas halagüeñas de fáciles y pingües ganancias, no tuvieron reparos en beber, gastar y jugar a los naipes como los jóvenes ricohombres que no eran en el más reputado antro fuera de la ley de la ciudad: La Tuerta.

     El humo de los pebeteros, aromático y dulzón, danzaba perezoso inundando la poco iluminada taberna, en un vano intento de enmascarar el hedor a vomito mal tapado con serrín. Los dos matones, sentados en la mesa de juego, miraban con ojos enramados, inyectados en sangre, cómo el montón de las apuestas incrementaba su valor a cada nueva mano de cartas. Sus manazas velludas y callosas tamborileaban contra el desgastado tapete verdinegro.

     —Lo veo —gruñó con desgana el mayor de los dos hermanos, dando un codazo al más joven.

     —Si, si, yo también —reaccionó el otro, que, más nervioso, sudaba copiosamente.

     A lo que el orondo tabernero, de calva brillante y oscura barba, estratégicamente situado, desde la sucia barra, levantó con fingido desinterés la mirada de la jarra que aparentaba limpiar con displicencia, y enarcando una ceja exclamó:

     —¡Mucho y buen dinero manejas! ¿No, Melchor?

     —¡Cierra el pico, Marcial! —protestó el mencionado, escupiendo al suelo el mondadientes que mascaba.

    —¡Cuánta descortesía! —replicó éste con grandes aspavientos— ¿Acaso merece semejante trato un veterano del ejército real?

     —¿No te expulsaron por ladrón? —se sumó a la distracción uno de los parroquianos de cara chupada y manchas en la piel.

     —¡Infundios e infamias! —protestó, golpeando el entarimado con su pata de palo, airado.

     —Lo veo y subo —atento a la partida, no se dejó distraer el facineroso de largos dedos y dientes torcidos con quién jugaban.

     —Tienes mala cara hoy, Donic —conteniendo con dificultad su nerviosismo dijo el más joven de los dos patibularios.

     Y en efecto, mala cara tenía, tanto el llamado Donic, como media docena de los presentes. Todos ellos presentaban marcas enrojecidas en manos, brazos y caras. Algunos cojeaban, otros lucían descuidados vendajes. Ninguno estaba de buen humor esa noche.

     —Lo dices como si tú fueras guapo, Gaspar —masculló a modo de respuesta, intercambiando una mirada de entendimiento con sus compañeros.

     Les escocían las mordeduras de rata. Y los maliciaba el buen licor que habían malgastado en desinfectarlas. Ratas, montones de ratas, una marea de peludos cuerpecillos, ojillos rojos y dientes amarillos se les habían echado encima como locas. Donic nunca había visto nada semejante y recordarlo hacia que su corazón palpitara acelerado. Respirando profundamente, llenó sus pulmones con el narcótico humo y se relajó. La jugada estaba ahí, la veía, dos cartas más...

     Entonces lo oyeron, el repique de campanas reverberaba por toda la ciudad, saltando de torre en torre y de campanario en campanario, despertando a sus habitantes que, atribulados, buscaban respuestas mirando al cielo nocturno donde revoloteaban bandadas de gaviotas y palomas, tan sorprendidas como ellos por la inesperada interrupción de su descanso. Permanecían frescos en su memoria los horrores del dominio del Rojo. Sus draktar sobrevolando pueblos y ciudades, alimentándose de sus habitantes como si fuesen ganado. Y aunque su amenaza hubiera sido exorcizada, sus dispersos partidarios conservaban la capacidad de infligir un gran daño allí donde hacían acto de presencia.

     —¿Y qué más? —exasperado, posó boca abajo sus cartas Donic, acariciando luego la cenicienta perilla que cubría su afilado mentón.

     —Es la señal de naufragio —sonriendo con vivacidad se dirigió a la salida el de la cara enfermiza.

     A lo que la concurrencia reaccionó apurando sus bebidas de un trago para seguir sus pasos. Tras ellos se fue también la cuadrilla de desheredados a la que pertenecía el jugador que se resistía a perder frente a Melchor y Gaspar. Una cierta culpabilidad asomaba a los gestos de algunos de ellos que pasaron a su lado con la cabeza gacha, mientras que otros le urgían a que los acompañase.

     —Derecho de salvamento —le decían—. Tal vez saquemos algo bueno. Deprisa, vámonos.

     Con rabia, cedió, levantándose de la mesa con brusquedad, volcando las torrecitas de monedas cuidadosamente apiladas, que, tintineando, rodaron por el suelo pese a los esfuerzos de Gaspar, que, abriendo asombrado la boca, se abalanzó sobre ellas con los brazos por delante. No fue esa la reacción del entrecano Melchor, quien le dedicó una sucia sonrisa de perro, de esas que no alcanzan a los ojos, y se limitó a recoger los gastados naipes.

     —No vales ni para jugar de farol —mirándolo como si no fuera más que un pedazo de carne inútil, le dijo a Gaspar con desprecio, una vez que Donic salió de la taberna.

     —Nuestra Señora os sonríe con benevolencia esta noche —ignorando sus malas maneras con la naturalidad de quién está de sobra habituado a ellas, les dijo el tabernero cojo.

     —Tu Señora es una puta —escupió Melchor al montón de serrín más cercano.

     —No seré yo quien lo niegue —se burló Marcial, con el sucio trapo de limpiar la barra sobre el hombro—. Pero es una puta tan cara, que ni con tres veces ese montón de ahí os la podéis permitir.

     —Entonces ponnos de beber —concedió el viejo estibador.

     —Y mucho —apostilló Gaspar, juntando torrecita tras torrecita de monedas sobre la barra.

•••••

     Al mismo tiempo, en la más alta torre, del mas fortificado palacio de la capital, una mujer desvelada por las obligaciones de su posición busca consuelo rodeada de sus recuerdos con una copa de vino en las manos. Los negros rizos enmarcan unos rasgos afilados. Sus ojos verdes denotan una rara inteligencia, a la que no es extraña la imaginación, pero a la que los sinsabores y la experiencia han dotado de un deje de desencanto y crueldad. Sus labios, llenos, no sonríen con la facilidad de antaño. Con ligereza caminan sus largas piernas, con el arte innato que muchas otras intentan aprender toda su vida, su blanco camisón sobresale por debajo de la bata de negro terciopelo que cubre sus hombros.

     En un pedestal a su vera se alza una armadura completa, ricamente historiada, águilas y grifos en vuelo sobre su pecho, el reconocible perfil del palacio real en su centro, dorados picos de ave rapaz adornan rodillas y codos. Brillante, bruñida, impoluta. Excepto su casco de pico de cuervo, la cimera resemblando leonina testa, brutalmente aplastado.

     Ante ella, sobre un maniquí en todo similar a los que encontrarse puede en los barracones de cualquier cuerpo militar, reposa una cota de malla de exquisita factura enana, plateado anillo engarzado uno con otro con primor, con delicadeza la acaricia. Su mano delicada se demora en cada anillo, siguiendo el artístico trazo que forma la silueta del escudo y el martillo, símbolos de Tormo el Justiciero, hasta detenerse allí donde los eslabones de la cadena se rompen y una mancha ennegrecida mancilla su belleza. Lágrimas asoman ahora a los bienamados ojos de la Reina Viuda, mientras las campanas repican rayando el amanecer de un nuevo día.


Goble, Warwick 1862-1943


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