(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 2.14: El Sin Nombre.
Hola a todos.
Continúo donde lo dejé. Nueva entrega de "El Caballero Negro y el Corazón del Bosque". Espero que os guste.
Perplejos, los lugareños interrumpieron la siniestra celebración para volver la espalda a su macabro trofeo y mirar en dirección a Matapuercos. En efecto, el viento sur empujaba una densa humareda hacia la montañas.
—No es posible —negó uno con la cabeza.
—Tiene que ser una broma —incrédulo, protestó otro.
Mientras la mayoría trataba de asimilar lo que estaba viendo, unos pocos corrían ya de vuelta a sus hogares. Atrás habían dejado a heridos, niños y ancianos. Eran pocos los que, por obligación, conciencia, o falta de estómago, se habían mantenido al margen de la ejecución. El pueblo ardía bajo la luz del atardecer y no había quien lo defendiese del fuego.
Así que dejaron los despojos de su chivo expiatorio a merced de los cuervos y marcharon en tropel, sin orden ni concierto. Dieron igual las llamadas al orden de Ordoño y de Pascual. En su urgencia empujaban lo mismo a convecinos que a soldados. Conforme se acercaron al pueblo pudieron ver como extrañas bolas de fuego sobrevolaban los tejados. Saltaban de uno a otro. Entraban y salían por las ventanas de las casas. Allí donde tocaban tela, paja o madera la combustión era instantánea. Ahogados gritos de confusión les llegaron a los oídos.
El paladín y la sanadora iban en el pelotón de cabeza. La casa de Lorena estaba alejada de las llamas. Pero el lugar donde sus pacientes guardaban reposo, con todos aquellos lechos acumulados era extremadamente vulnerable al fuego. En cuanto a Tudorache, era otro el temor que lo espoleaba. Sin dejar de correr miraba a un lado y a otro. Buscaba a Conrado. Era él quien había guardado las alforjas cargadas de artefactos incendiarios.
El Belloto trotaba entre los rezagados. Sudaba en abundancia y respiraba por la boca. Por detrás se veía al Alguacil Real y los suyos. Si hubiesen querido, bien habrían podido encabezar la marcha. Pero en cambio andaban al paso.
Para sorpresa de Lorena, que lo miró extrañada, Tudorache aflojó el ritmo hasta que el manco se puso a su altura. Éste torció el gesto al ver que se le acercaba.
—¡Las granadas! —levantó la voz para hacerse oír entre el griterío— ¿Dónde están las granadas? ¡Tenemos que llegar antes de que el fuego…
—¡Ya lo sé, maldito engreído! —lo interrumpió Conrado— ¡Están en la Casa de Juntas!
—¡Me adelantaré a por ellas!
—¡Están escondidas y bajo llave! —no le llegaba el resuello. Las piernas, y los quilos, le pesaban.
—¡Sea pues! ¡Iremos juntos!
El manco cerró la boca y se esforzó en respirar por la nariz. No les quedaba más remedio que colaborar. Se llevó la mano al pecho. El cordel con el llavín del baúl donde reposaban las alforjas seguía ahí, colgado del grueso pescuezo. Al oírlos, Quino también se les unió. Nadie en su sano juicio quería averiguar el daño que el fuego malvanés podía causar en el pueblo.
Delante suyo se veía como la gente humilde vaciaba a toda prisa sus casas de madera, tratando de salvar recuerdos y pertenencias. Eran de una planta y sus propiedades escasas. Los patronos, con sus hogares edificados con piedra saqueada de la vieja torre, lo tenían más difícil. No sólo eran incapaces de rescatar todas sus posesiones, es que sus moradas se levantaban dos y tres pisos, siendo estos últimos de madera. En vano acarreaban cubos de agua, sus esfuerzos no alcanzaban las plantas superiores.
Y en medio de todo ello, estilizadas llamaradas esparcían el fuego anaranjado saltando de un lado para otro sin orden ni concierto. Nada estaba a salvo de los colas rojas. Casas, cuadras y pajares ardían por igual. Los torpes humanos habían destruido su bosque, su hogar. Así que ahora ellos les pagaban con la misma moneda.
Lorena respiró aliviada cuando llegó a la posada. Ni Ramiro, ni Amelia habían acudido a la ejecución. Ayudados por los heridos y los familiares que los acompañaban, y gracias a las grandes cantidades de agua acarreadas por el paladín, habían evitado que el fuego se ensañara con el edificio. Sin embargo, para angustia de la sanadora, las vendas de sus pacientes estaban ensangrentadas. En su afán por proteger el lugar, se habían saltado los puntos y abierto las heridas.
El gran caballo marrón había escapado y corría en torno a la posada. Se encabritaba, relinchaba y pateaba el suelo furioso cada vez que un cola roja se acercaba. Ocupados en sofocar las llamas ninguno trataba de contenerlo. Además, por absurdo que les pareciera, funcionaba. Joaquín llegó a afirmar después que vio a una de las criaturas huir con el rabo entre las piernas hasta encaramarse al gran castaño que crecía a la puerta de la posada.
Una vez que el grueso de los vecinos regresó Pascual se puso manos a la obra. A base de promesas y amenazas por igual logró organizar a sus paisanos. En vez de apelotonarse en el pozo de la plaza, los repartió por los de los patios de las casonas. La presencia de los humanos espantó a la mayoría de los flamígeros zorros, que se dispersaron. Ordoño, por su parte, envió a sus hombres en busca de víctimas atrapadas en las casas de mayor tamaño. Don Celes estaba desaparecido. La última vez que lo vieron abandonaba la Casa de Juntas en dirección a su hogar. Él fue el primer rescatado por los soldados. El fuego lo sorprendió en su despacho. Mientras echaba cuentas de lo perdido en lo que iba de temporada.
Entre tanto, Quino, Conrado y Tudorache irrumpieron en la Casa de Juntas. Las vigas que soportaban el tejado eran una tea encendida. El suelo del segundo piso ardía por los cuatro costados. El omnipresente humo los quemó los pulmones en cuanto pusieron el pie en el interior del edificio. Tras detenerse un instante para recuperar el resuello, Conrado los condujo hasta una estancia al fondo del edificio.
—¡Mierda puta! —protestó al encontrar la puerta cerrada.
—¿Y la llave? —directo al quid de la cuestión, señaló el paladín.
—Se la habrá llevado Pascual —contestó el manco, dando una patada a la puerta.
—¡No tenemos tiempo para tonterías! —gruñó Quino apartando a Conrado.
Primero pateó con todas sus fuerzas la puerta a la altura de la cerradura. Ésta resistió incólume, pero la madera se astilló. Con sonrisa lobuna, el Castaña remató la faena cargando con el hombro, y la puerta terminó de romperse. A sus espaldas, un crujido les puso sobre aviso de que la integridad del techo se había resentido ante tanta violencia. Ante ellos, en cambio, apilados en armarios y estanterías estaban los documentos del cabildo: títulos de propiedad, partidas de nacimiento, actas judiciales, tributos, recibos…
—Éso déjalo que arda —dijo Quino con resentimiento.
Conrado dio un paso al frente y sacó un baúl reforzado con tiras y tachones metálicos de detrás de una escribanía de roble. Se limpió el sudor de la frente y con torpeza cogió el llavín que le colgaba del cuello. Allí estaban las alforjas llenas de artefactos incendiarios. Tudorache se distrajo un momento pensando en su propio equipaje. Los diezmos acumulados durante su peregrinación, custodiados por runas y glifos no corrían peligro de robo. Pero un incendio bien que podía afectar al valor de lo reunido.
—¡Dame éso, Belloto! —lo devolvió a la realidad la ronca voz de Quino— ¡Ya cargo yo con ello!
Conrado obedeció al hombretón, quien salió de la estancia dando grandes zancadas. El humo les estaba afectando. Los ojos escocían y la mente divagaba. Se quedaban sin aire y sin tiempo. Estaban a medio camino, en un salón de reuniones con sus sillas y mesas de nogal, cuando el techo cedió. Tudorache agarró al manco por el brazo sano y evitó que los escombros le cayeran encima. Pero el fuego y los restos los separaron del Castaña.
—¡Tú sigue! —le gritaron, entre toses— ¡Sal de aquí!
Con su carga inflamable a cuestas era perentorio que se alejase de allí. Sin dejar de toser, Conrado dio la vuelta. Tudorache le dejó hacer. En el pasillo anterior les esperaba otra puerta. La atmósfera era irrespirable. El humo les quemaba los pulmones. Tenían que andar agachados. El manco señaló la puerta lateral y se arrodilló para tomar aire. El paladín la abrió. Una vaharada aún mayor lo recibió. Las vigas del techo ardían, pero al otro lado del despacho se veía el recibidor. Quino estaba allí, junto a la salida, esperando a que llegarán. Tras asegurarse de que Conrado lo seguía, el paladín se adelantó. Tenían la salvación a un tiro de piedra, cuando un ruido atroz los sorprendió. Sin previo aviso, el esgembrés sintió un topetazo en la espalda que lo lanzó por los aires. Estaba desorientado. Quino lo ayudó a levantarse. El hombretón le gritaba en la cara, pero él no oía nada. Le zumbaban los oídos. Volvió la vista atrás mientras el Castaña lo sacaba casi a rastras de la Casa de Juntas. El piso de arriba ya no existía. Todo: fuego, gente, y escombros, parecía dar vueltas en torno suyo. Estaba mareado. Tenía un corte profundo en la frente. La sangre le corría por la cara. Pero lo único en que podía pensar era en que no veía a Conrado por ningún lado.
—¡¿Dónde está Conrado?! —ni siquiera oía su voz.
Se rasgó la camisa y llevó el trozo a la frente. El trapo se empapó en cuestión de segundos. Lo tiró al suelo y se ató el resto de la manga a la cabeza. El manco seguía sin dejarse ver. Quino farfullaba y gesticulaba señalando al derrumbe. Hasta que por fin, la comprensión se abrió paso entre el dolor y la anoxia.
—No ha salido —murmuró con un hilo de voz—. El muy zoquete. Me empujó a mí —dio dos pasos en dirección a la pira en que se había convertido la Casa de Juntas. Quino posó una manaza peluda sobre su hombro y lo detuvo—. ¿Por qué?
El Belloto le había salvado la vida. Después del mal recibimiento y de la hostilidad de la que había hecho gala en su contra. El manco había dado su vida por él. Consternado, el paladín miró a su alrededor. Las casas más modestas estaban a salvo. Pero el fuego resistía en las de mayor tamaño. Bastaba una ráfaga de viento o una chispa revoltosa, para que otra hilera de viviendas ardiese y vuelta a empezar.
Tudorache llenó los pulmones. Aún le quedaba energía. Podía elevar una última plegaria. Estaba en su mano rasgar el Velo. Es más, sentía una mirada del otro lado fija en él. Y no era la primera vez. Durante años se había resistido a abrir esa puerta. Una mezcla de miedo y esperanza se debatía en su interior. En las demás ocasiones había logrado salir adelante por sus propios medios. Incluso cuando subestimó a aquella tribu de gribzs y perdió a su montura alada se negó a realizar la invocación. Pero esta vez no era su integridad y su orgullo las que estaban sobre la balanza. De manera que, ante la asombrada mirada de Quino y alguno más, se arrodilló, mojó la diestra en su propia sangre y la alzó hacia las nubes.
Una sucesión de truenos, como redoble de tambores, respondió al gesto del paladín. Las nubes comenzaron a girar. Un torbellino se formó sobre el pueblo. Un rayo surgido de la nada iluminó el firmamento. Y cuando todo acabó y el silencio se adueñó del lugar, sobrecogidos, los habitantes de aquella tierra, que días atrás presumían sin dioses, levantaron la vista y contemplaron la aparición de uno de ellos.
Dos pares de alas, blancas las superiores y negras las otras dos, lo mantenían sobre sus cabezas. Blancos eran sus cabellos, largos y sueltos. Oscura y reprobatoria su sombría mirada. El rostro, pálido y afilado, presentaba las facciones de un anciano severo. Negras eran también su ropa y armadura. No blandía arma alguna y sin embargo todo él emanaba la promesa de castigo.
Tudorache tragó saliva pese al dolor de su garganta irritada. No era ni a un héroe caído, como había temido, ni a un espíritu menor, a quien había permitido acceder al plano mortal, sino al ángel ejecutor, el Verdugo de Tormo, el primero en tomar el juramento del sin nombre. Un sudor frío le recorrió la espina dorsal. Se le puso la carne de gallina. El paladín estaba siendo juzgado por la más alta instancia. Su corazón latía acelerado mientras la entidad devoraba la energía espiritual de que disponía. El caballero negro sentía que sus fuerzas le abandonaban.
Entonces cambió el viento. Ráfagas húmedas llegaban del norte. Y con ellas el murmullo de hojas, voces fantasmales de un bosque que ya no existía. El norteño Ventnor, hermano del cálido Kazelrus, fungía de mensajero para el corazón del bosque.
De improviso, un cuerpo se interpuso entre ambos. Los oídos le sangraban. Alguien gritaba. Tudorache no sabía ni quién era, ni qué decía.
—¡No te lo lleves! —era Lorena quien lo escudaba con su cuerpo— ¡Es un buen hombre! ¡Ha hecho todo lo humanamente posible! ¡No te lo lleves! —repetía entre lágrimas— ¡No te lo lleves!
Entonces cesó el dolor. Llevado al límite de su resistencia, el caballero negro, inconsciente, cayó hacia adelante. Lorena lo cogió entre sus brazos. Y cuando volvió los ojos llorosos al cielo, el Sin Nombre ya no estaba en este mundo. En su lugar, las nubes se dispersaban y la luna blanca los bendecía con su luz.
Nos leemos.
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