(Ital el JDRHM) Criaturas y Leyendas 6: Vasallos de Morskul, parte quinta.

     Hola a todos, muy buenos días.

    Aquí estamos una vez más con las andanzas de Marduk y la tripulación del Delfín. Que no es verdad eso de que me he olvidado de escribir, ni que vaya a dedicarme a la ilustración.

Hoy comemos rabas

    La culpa es del calor. Lo llevo muy mal. Tengo que refugiarme entre los sólidos muros de piedra de un monasterio, o bajo una bien apuntalada bodega, o algo. En las rocas puedes confiar, que no se van a ningún lado. En fin, que desvarío. En la última entrega le tocó lucirse a Magón, en la de hoy le toca lucirse a Sheket. Y con él os dejo.

El joven mago azul decidido a darlo todo en la pista de baile.

"Sheket se llevó la mano libre a la sien. La migraña se agudizaba conforme acumulaba energía para sus hechizos. De manera que por el momento había mantenido un perfil bajo. Su especial afinidad con el elemento agua traía consigo el inconveniente de menguar su eficacia manejando al elemento contrario: el fuego. Así que recurría a sencillos hechizos de tierra para trabar en su sitio a las criaturas, facilitando el trabajo de los guerreros equipados con proyectiles de Artagus y de Agatocles. 

Por delante suyo, Magón acortaba el sufrimiento de otra criatura, mientras un grupo de cautivos supervivientes lo vitoreaba. Los demás guerreros se les acercaban. La playa estaba en sus manos. Habían completado la primera parte de su misión sin más que algún hueso roto que lamentar.

A lo lejos vio el grueso caparazón de uno de los centinelas mutantes dirigirse hacia las pilas de rocas y coral por donde  creían que andaban los pulpos parasitarios. El curtido arquero y sus guerreros escogidos se acercaron a su posición. Miró en la misma dirección que él y escupió en la arena.


—Hemos tenido que echar mano de nuestras mejores flechas.

—Son duros —admitió el elementalista. La energía mágica almacenada en su báculo se revolvía en la cristalina prisión que la contenía arrojando destellos bajo la luz solar.

—Nos hemos tenido que emplear a fondo —elevó el tono de reproche—. En cambio tú parece que te has contenido.


Era cierto. De reciente admisión a bordo del Delfín, y mucho más joven de lo que uno se imagina a alguien de su gremio, aprovechaba cada ocasión que se le presentaba para demostrar su valía. Y no era sólo por la inesperada resistencia que habían encontrado para usar sus poderes al pisar la isla. 


—Me preocupan esos calamares de los que nos han hablado —reconoció mordiéndose el labio—. Además, vosotros tenéis otra labor por delante.

—Sí, sí que la tenemos —se relajó el radockiano—. Y parece que Magón ya nos ha conseguido la ayuda que necesitamos.


En efecto, el forzudo arponero parecía haber llegado a un entendimiento con el que resultó ser el cabecilla de un grupo de ocho supervivientes. Sumados a los hombres de Artagus eran suficientes para poner a punto una de las embarcaciones elegidas por su capitán. A ellos se sumó el lancero de las costillas rotas. 


—Clodio no puede continuar. Nos vendría bien un remplazo —sugirió Sheket. Se le veía apocado.

—¿Acaso prevés problemas? —bromeó el emhaimita. 


Era evidente para todos que problemas era justo lo que iban a encontrar. Pero sólo el joven mago azul comenzaba a percibir el frío poder que moraba bajo sus pies. Y había que ponderar hasta qué punto podían confiar en el variopinto elenco de marineros que se les habían unido. No era prudente quedarse en inferioridad numérica manifiesta a bordo mientras esperaban el regreso de sus compañeros.


—Me parece sensato —sumó Diodoro su voz a la de Sheket—. Si no tienes ninguna objeción —pidió permiso a su valedor, Artagus—, iré yo con ellos.


Aquello no le gustó al arquero, pero asintió sin decir nada. Consciente de lo importante que era el espadachín para su compañero, Magón dejó a un lado sus chanzas por un momento y se limitó a despedirse con formalidad tomándole del antebrazo.


—Entonces, nos vemos en los barcos.

—En los barcos, allí nos veremos.


Así se separaron. Magón, Diodoro, Agatocles, Sheket, un lancero y otros dos peltastas encararon el ascenso hacia los materiales apilados cerca de la lengua de lava. Atrás dejaron a Artagus, al herido Tideo y a los demás.

En la playa, los afortunados que habían eludido la muerte a manos de los monstruos se peleaban entre ellos por los mejores botes. Aquí y allá se veían pequeños grupos organizados, restos de tripulaciones mayores, que colaboraban botando los que presumiblemente fueran sus barcos. Pero en el calor del momento, viéndose libres tras el terrible cautiverio, espoleados por la urgencia y el miedo a sus captores, la mayoría no había dudado en recurrir a la violencia.

Sheket sintió un gran alivio al volver la espalda a la desagradable escena. Le era preferible enfrentarse a las extrañas criaturas y sus inhumanos apetitos, que a la sinrazón y los bajos instintos de sus congéneres. Aún tuvo oportunidad de ver a Artagus con el agua salada cubriéndole las pantorrillas dirigiendo a su nutrida tropa hacia una de las liburnas. Un pequeño grupo de marineros se había subido a ella, pero su número era a todas luces insuficiente para tripularla.


«Más reclutas.» Pensó antes de apresurarse y ponerse a la par de Magón y Diodoro en lo alto de la duna.

—Empezaba a pensar que te ibas con Artagus —se choteó el arponero a costa de su tardanza.

—Tampoco es que vosotros os estéis dando mucha prisa —contestó él sin pensar, más molesto con la presión que sentía en el cogote aunque no canalizarse energía, que con ellos.

—Eso es porque no nos gusta lo que tenemos delante —le replicó Diodoro, señalando con su gladio laureado a cuatro de los masivos hombres cangrejo que los bloqueaban el paso.


Apostados entre los montones de rocas y fragmentos de coral, al menos uno de ellos había arrojado un gran pedazo de basalto contra los peltastas que se habían adelantado. Los hombres de Agatocles no habían sufrido daños, pero se habían visto obligados a dispersarse y retroceder.

Mezclado entre el romper de las olas y el violento siseo producido por el contacto de la lava con el mar, el viento les traía retazos de la lúgubre música descrita por Khamil. Tenía una cadencia profunda que removía en quien la escuchaba recuerdos atávicos de oscuridad y miedos combatidos mediante el fuego y la compañía de la tribu.

Los hombres, sin dejar de sujetar con fuerza sus armas, los nudillos blancos por la presión ejercida, miraban nerviosos a un lado y a otro, buscando instintivamente una vía de escape. Sabían de sobra de lo que eran capaces sus monstruosos adversarios. Antes los habían dado caza separados y por sorpresa. Ahora en cambio los estaban esperando.

El tiempo corría en contra de Sheket y sus compañeros. La profunda cadencia de las conchas se podía escuchar con más nitidez a cada momento. Tres eran los diferentes instrumentos cuyas voces se entremezclaban interpretando la misma melodía.

El joven mago se inclinó, rodilla en tierra, y posó la mano derecha en la arena. El turbulento flujo de energía que recorría la isla sacudió sus huesos. Por un momento lo vio: Un torbellino de poder elemental combinado para sellar una entidad mayor. Una red de magia pura que se deshilachaba a cada minuto que pasaba, igual que los granos de arena que escapaban por entre sus dedos.

Ahora comprendía qué estaba ocurriendo. Los diques encauzaban la lava en dirección a sellos mágicos que habían cumplido su función imperturbados durante milenios. Él carecía de la maestría requerida para restaurarlos. Era su deber entonces impedir su destrucción. 


—Preparaos para atacar —les dijo a los guerreros sin levantar la mirada de la arena.


Gotas de sangre caían profusamente de su nariz. Decenas de agujas atravesaban su cabeza mientras el canal que lo unía con Nualembeth comunicaba al espectro de la luna azul con los elementales diseminados por la isla. Un asidero al plano mundano que los permitiese manifestarse, eso requerían. Y con una sonrisa maliciosa, eso mismo les proporcionó Sheket. El suelo tembló cuando clavó su báculo en la arena y descargó el poder laboriosamente acumulado en su prisma. 

Los hombres cangrejo se apartaron de los montículos de roca y coral a cuya sombra se cobijaban. Los fragmentos se movían por voluntad propia, rodando, agrupándose en cuatro formas serpentinas que reptaban y se enrollaban a su alrededor, quebrando quitina y huesos por igual.


—Ahora —acertó a decir, antes de vomitar sangre y bilis.


Respiraba con dificultad, se medio incorporó apoyado en su báculo, mientras concentraba sus esfuerzos por mantener un flujo constante de energía en los grandes elementales de tierra que había conjurado. Podía ver a través de sus ojos. Los cefalópodos titiriteros habían llegado. Cada uno de ellos emitía un aura aceitosa y corrupta. Un hilo de éter los unía a cada uno con una quincena de individuos. Gracias a los sentidos compartidos con los elementales, Sheket podía ver palpitar en las cabezas de las marionetas a los parásitos mediante los controlaban.

La lanza de Magón se abatió contra uno de ellos. Un tentáculo imbuido en energía púrpura la desvió. Sólo le llevó un segundo a su encantamiento devolvérsela a las manos. Pero fue suficiente para que tres poseídos, que ya empezaban a desarrollar su propia quitina protectora, se abalanzaran sobre él. Al primero lo recibió con un derechazo que le rompió la nariz y el labio superior. El segundo le agarró por la cintura con ambos brazos, tratando de derribarlo con los pies. Un golpe tras otro le sacudió en la cabeza, pero no cejaba en su empeño. El tercero llevaba un aguzado pedazo de coral en las manos y le buscaba con saña. Hasta que Diodoro arremetió con su escudo por el costado tirándolo al suelo, antes de perforar sus tripas de abajo a arriba. Entonces, libre de una amenaza, Magón agarró a su adversario por debajo de las axilas, lo levantó del suelo y giró sobre si mismo cogiendo velocidad, para terminar arrojándolo contra el tenebroso músico. Ahora sí pudo recoger su arma encantada y terminar el trabajo atravesando el pecho de la abominación tentacular.

O esa era su intención, pues ante su mirada desencajada, la cabeza bulbosa se desprendió de su víctima y saltó contra su cara chasqueando unos dientes afilados como estoques. Estirando los brazos todo lo que pudo forcejeó con la criatura para evitar que lo mordiese. Ella enroscó sus tentáculos en torno a sus antebrazos. Sus ventosas se adherían a los músculos. Pinchazos repentinos sacudieron de dolor al emhaimita. La presa vampírica succionó su sangre y sus fuerzas. La criatura reptó por su espalda. El guerrero sentía gotear la baba hedionda sobre su pelo oscuro. Podía imaginar las fauces abominables abrirse dispuestas a engullirlo y someterlo al mismo destino atroz que su última víctima. Decidido a luchar hasta el final, Magón se dejó caer y se revolcó en la arena. 

La criatura erró el golpe. Concentrada en su propia lucha, sus marionetas luchaban sin brío ni coordinación. Uno de los grandes elementales había aplastado a otro de sus congéneres. Aquello aligeró la presión sobre los guerreros del Delfín. Una jabalina surcó el aire, certera, e impactó en un ojo bulboso y sin emociones. Otra la siguió. Y otra más. Agatocles y sus peltastas acudían en ayuda de su líder.

La vitalidad robada permitió al vampírico parásito resistir a las dos primeras, pero a la tercera liberó su presa y el invertebrado se deslizó flácido e inerte sobre la arena. Magón se volvió de cara al sol, la sudorosa espalda contra la arena. Allí donde las ventosas habían dejado su marca en la piel bronceada, sus brazos le ardían. Un veneno debilitante corría por sus venas.


Entre tanto, los grandes elementales mantenían a raya a las desorganizadas marionetas. Pero el último titiritero estaba asumiendo el control de las supervivientes. Peor aún, dos de los golems de roca y coral se habían alejado del combate. Su atención estaba centrada en destruir el dique de contención. En algunos puntos, la lava ya comenzaba a fluir, espesa y candente, por las zonas dañadas.

A su vez, los otros dos que permanecían luchando en la playa habían conjurado en su ayuda a otro par de pequeños homúnculos de grava y arena. El esfuerzo que suponía aquel despliegue sobre las habilidades de Sheket era tremendo. Agotadas las reservas de su báculo, dependía ahora de su propia energía mental. Su resistencia menguaba. Y con ella, también lo hacían el tamaño y la fuerza de sus aliados sobrenaturales. Ya no eran las gigantescas serpientes de roca que habían desatado su furia sobre los hombres cangrejo. Ahora se asemejaban a monolitos andantes de dos veces la envergadura de un hombre, que con bastos puños y pies acometían a sus enemigos.



Por similares apuros pasaba el cefalópodo restante. No daba a basto a controlar a la veintena larga de títeres. De modo que envió una tercera parte a proteger el dique y se centró en los restantes con intención de aplastar a los molestos invasores. De haber tomado ese curso de acción primero, tal vez hubiera tenido éxito. Pero ahora los recursos a su disposición se demostraron insuficientes.

Los guerreros del Delfín, liderados por Diodoro eran un puercoespín erizado de puntas de acero. Los mutantes a medio transformar carecían de las destrezas marciales de sus adversarios. Sus garras malformadas no eran rival para las bien equilibradas armas de los humanos. Era su sangre la que bebía la sedienta playa. Sus cadáveres los que abrazaba la ardiente arena 

Tampoco los golems vieron sus avances frenados. Metódicamente desmontaron y asimilaron en sus cuerpos fragmento tras fragmento del dique. La lava se desbordó libre, calcinando un situ a las marionetas que en vano intentaban contenerla.

En un momento de autoconsciencia, el último titiritero intentó huir en dirección a la cueva. Sus pasos le conducían duna arriba, directamente a la posición de Sheket. Diodoro comprendió al instante el peligro. Pero la distancia que los separaba era demasiada incluso para él. Por puro instinto recogió del suelo la lanza de Magón y echó a correr. Con todas sus fuerzas la arrojó. Un rayo mundano de brillante metal y oscura madera surcó el azul celeste hasta enterrarse en la espalda de la criatura y clavarse en la arena.

Inmediatamente, la bulbosa abominación abandonó la carcasa y sacudió sus tentáculos sobre la arena, fuera del agua se ahogaba, frenética, buscaba otro portador que someter. Alejada del combate, no tuvo oportunidad. Una sombra la ocultó de las mirada de los tres soles, cuando un fragmento de coral del tamaño de un hombre adulto cayó sobre ella esparciendo sus sesos.

Sheket sonrió. Sangraba hasta por los ojos. Tardaría semanas en recuperarse del daño que con el sobresfuerzo de sus habilidades se había causado a sí mismo. Pero había demostrado a todas luces su valía. De ahora en adelante, nadie se atrevería a cuestionar su pertenencia a la tripulación del Delfín."


La culpa es de Mantic Games. ¡Tekeli Li! ¡Tekeli Li! Bueno, vale. Toda, toda, igual no.

Bueno, bueno. Esto es todo por hoy. Iba a ser un relato de 2.000 o 4.000 palabras. Llevo más de 13.000. Me acercaré a las 17.000. No sé qué haré con esto. Me estoy planteando sacarlo de "Criaturas y Leyendas". Tal vez lo etiquete como "Marduk y la Isla de los Cangrejos". O algo así. De hecho, voy a poner una etiqueta propia para Marduk, que seguro que saldrá en más relatos.


Mientras me lo pienso, os dejo con Axel Rudy Pell y su "Oceans of Time".




Gracias por estar al otro lado.

Nos leemos.


P.D: Con el sudor se me resbalan las gafas y no hay manera de concentrarse. Maldito calor.

P.P.D: El frío tampoco parecer ser una buena solución: https://www.nationalgeographic.com.es/ciencia/se-descubre-antartida-nueva-criatura-20-brazos_20560


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