(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 18: Uriah (Caminos Entrelazados)

    Muy buenas a todos. 

    Vamos dejando atrás estas fechas tan entrañables, a la par que agotadoras, y recuperando tiempo para otras cosas.

    Hoy os traigo una nueva entrega de mis relatos. Sigo con Uriah y aprovecho para ir atando flecos de la historia. Al igual que la entrada anterior, tal vez este material hubiese dado para dos entradas, pero lo presento así un poco como compensación por la espera.

Cisterna Basílica subterránea de Estambul. Créditos por la imagen e información aquí: https://www.hispanatolia.com/seccion/2/id_cat,8/id,26843/asi-de-espectacular-luce-la-cisterna-basilica-de-estambul-tras-su-restauracion

Uriah parpadeó. El malsano fulgor de aquellas llamas que apestaban a azufre y sulfuro lo deslumbraba. Primero encontró el cuerpo de Ambrose. Yacía bocabajo, medio hundido en las aguas pantanosas. Conteniendo su pesar, se acercó y lo dió la vuelta. Los anillos rotos de su cota de malla y las abolladuras del coselete daban testimonio del tremendo impacto que le había costado la vida. Con cuidado, limpió el barro de su cara y le cerró lo ojos. Antes de incorporarse, un tenue brillo atrajo su atención. Era la cadena de la que colgaba el silbato marfileño de Acerada. Con delicadeza, lo desprendió y lo colgó de la suya propia, junto al de Espolón. 


«Montura sin paladín y paladín sin montura.» Se lamentaba para sus adentros. «Os fallé, grandullón. No estuve cuando más falta os hacía.»


Entre tanto, las infernales llamaradas menguaban. Las últimas en extinguirse fueron aquellas que rodeaban a la Dama Meldoried. Su aura dorada la había abandonado. Respiraba fatigada. Con ambas manos se sostenía apoyada sobre su lanza, que permanecía clavada en el mutado cuerpo del señor de la horda. El tejido de su ropa humeaba. El lustre de su armadura estaba opacado por el hollín que lo tiznaba. Sus rasgos élficos, de por sí afilados, se veían resaltados por la suciedad, revelando una insospechada faceta predatoria de su persona. Los esfuerzos y sacrificios de la jornada habían hecho mella en la Ungida. Las profundas ojeras, y los surcos que las lágrimas habían dejado en sus mejillas, no se correspondían con la imagen que el paladín tenía de ella. Avergonzado, bajó la mirada. 

Entonces lo vió. Los restos mortales de su Rey reposaban sobre el fértil limo que alimenta a los habitantes de Esgembrer. Y la certeza de su fracaso le golpeó con la fuerza de un alud. Sin poder remediarlo, Uríah cayó de rodillas, sofocando un lamento impropio de su rango y obligaciones.

A sus espaldas, los aliados humanos celebraban con gritos de júbilo y cánticos obscenos su victoria sobre un enemigo terrible y despiadado. Tras superar la ordalía de la jornada, se sentían más vivos que nunca. Sus burlas iban dirigidas tanto a los derrotados, cómo a las tropas de los renuentes nobles que, rezagados, habían llegado con apenas tiempo de verlos vencer.

Aturdido por la pérdida de su Rey, de su amigo, la alegría de sus hombres le indignaba. Pensaba que deberían estar llorando el sacrificio de aquél al que sus familias y haciendas debían su salvación. Estaba todavía inmerso en un torbellino de conflictivas emociones, cuando sintió el suave roce de una mano sobre su hombro.


—No conviene que lo vean así —era Meldoried, quien le hablaba—. Arruinaría todo aquello por lo que luchó. Permite a los míos —esta vez se refería a los diantari y no a los seguidores de Aubea—, que retiren su cuerpo. Que Esgembrer conserve el recuerdo de su Rey en el mayor momento de gloria.


A su lado, Nilvaet mostraba su conformidad. Pero él no podía apartar la mirada de las heridas de Iván. La cota desgarrada al costado, el peto abollado, los brazos rotos y, lo peor de todo, el yelmo aplastado igual que si un martillo de forja lo hubiese golpeado con toda su furia. Las sentía como propias. Deseaba ser él quien yaciera en el fango, reducido a quebrantada cáscara mortal. Pero él no era Iván.

Por más que se esforzaba, Uriah era incapaz de recordar si había aceptado su ofrecimiento, o si los diantari habían obrado por iniciativa propia. El resto de la jornada era un confuso revoltijo de estampas y sentimientos. 

Ante la nobleza y las tropas había que dar imagen de unidad y fortaleza, por más que el dolor y la culpa lo desgarraran. Recordaba haber desfilado a lomos de Sangraal, anunciado la victoria y mentido sobre la gravedad de las heridas del Rey. Tenía la vaga impresión de haber percibido una mala reacción por parte de Daimiel al ver cómo cumplía con sus obligaciones en lugar de Iván. Mas, inmerso en la tarea de aquietar nobles, recompensar actos de valor singular de los soldados, disponer del botín, juzgar disputas y poner fin a altercados entre grupos de rezagados y de aquellos que sí habían sufrido los rigores de la jornada, le fue imposible dedicarle la atención que merecía tras perder el mismo día aciago a su padre y a su amigo.

Recordaba las piras prendidas con los cuerpos apilados de los guorzs. Los enanos habían traído consigo una suerte de aceite negro, pringoso y maloliente, que ardía pese a la humedad imperante. Con él embadurnaron la leña amontonada por los humanos en la base de cada una. Meses después, Uriah había vuelto a aquél infausto lugar. Los negros claros provocados por el fuego habían sido reclamados por la naturaleza. Todos menos uno. Allí donde habían quemado los restos mortales del señor de la horda y su sierpe, nada crecía, ni hierba, ni cardo, ni junco, ni sauce. En vez del exuberante verdor circundante, un lodo oscuro ensuciaba el agua y manchaba la vista. En su borde se encontró con que habían hincado una serie de lajas de piedra, sitas en los cuatro puntos cardinales, encaradas hacia fuera. Cada una de ellas presentaba un grabado cuyo significado se le escapaba, aunque podía atribuir su autoría a Elugón y los suyos. Estuvo allí largo rato, inmóvil, observando. Así pudo comprobar los rumores que le habían llegado. Pues lo mismo que las bestias se negaban a cruzar el montículo, las aves evitaban sobrevolarlo.

Piedra picta de Aberlemno (Escocia). Fuente aquí: https://www.ngenespanol.com/el-mundo/piedra-con-simbolos-pictos-es-descubierta-en-escocia/

Sin embargo, lo peor fue el momento de dar la noticia a su Reina. Por supuesto, los rumores de la gravedad de las heridas sufridas por su esposo habían llegado a sus oídos. El campamento era un hervidero de idas y venidas. Cada cual interesándose por la suerte de unos y otros. Por eso, pese a la ominosa profecía transmitida por los oníricos, la esperanza había enraizado en su corazón. Con todas sus fuerzas deseaba que no hubiera sido otra cosa que una jugarreta. Una muestra de la incomprensión sobre los asuntos de los mortales que demostraban con exasperante frecuencia. Pero no era así, y las ilusiones que se había atrevido a albergar murieron al ver que era él, quién ingresaba en el pabellón, donde horas antes trazaban planes y presentaban estrategias, con la confianza de quienes nunca habían sufrido revés alguno del destino, sólo y cariacontecido, para enterrar toda esperanza.


—¿Dónde está Iván? —con voz temblorosa, lindando con el llanto, preguntó Zhora.

—No… —sobrecogido por la intensidad con que lo escrutaban sus ojos verdes, empezó Uriah.

—No —lo interrumpió ella, las manos crispadas, pues ya sabía la respuesta—. Él no.


Entonces Zhora le dió la espalda, despreciando sus explicaciones, sus intentos por consolarla, sus promesas. Hasta que, al cabo de un rato, volviéndose erguida tan alta era le ordenó distante:


—Llévame junto a tu Rey.


El tono empleado no aceptaba réplica, su frialdad tampoco ocultaba la rabia a duras penas contenida por la férrea educación recibida. Verla moverse era como presenciar la corriente del Sgem ganar fuerza y caudal hasta derribar presas y puentes. Él hizo el amago de ponerse a su lado para guiarla y ella lo rechazó con imperioso ademán:


—Dos pasos por delante de tu Reina.


Así dijo, clavando sus ojos verdes en él. No hizo falta que dijera más. Estaba claro que él no era a quien quería tener a su lado, que él no era Iván. 


*****

Uriah respiró profundamente el aire de la sala y se ajustó el pañuelo perfumado con esencia de lavanda sobre la nariz. Apartó de su memoria aquellos trágicos eventos y se concentró en el encargo que le habían encomendado.

Al fondo de la estancia, una columna, del ya familiar mármol rosado y veteado de negro, reposaba erguida sobre tres peldaños. A su lado, las cuentas de cuarzo vidriado insertas en la decoración acumulaban polvo. El veterano soldado extrajo un paño de su zurrón y las limpió suavemente, revelando los colores mitigados por la suciedad desde su última visita. La composición de los cristales, como teselas de un mosaico, evocaba una escena naturalista que debió ser muy popular entre los elfos de la ciudad: un colibrí alimentándose del néctar de los blancos lirios que crecían en la ribera del Sgem.

Sin dilación, presionó el cuarzo colocado a la altura del corazón del pajarito y al momento, una serie de ruidos hidráulicos rompieron el silencio. A tirones, la ancha columna giró sobre sí misma, dejando al descubierto una oquedad trabajada para asemejarse a los soportales que, todo a lo largo del alcantarillado original de la ciudad, daban cobijo a las cuadrillas de mantenimiento.

Uriah se introdujo en ella. Evitó sentarse en los pétreos bancos cubiertos de musgo y alzó la vista. Como ya sabía, en el ápice del arco de medio punto faltaba el cuarzo luminoso. Lo traía consigo. Con la facilidad que otorga la práctica, lo encajó en su lugar y la columna regresó a su posición original.

Por fin estaba fuera. En un túnel auxiliar, ligeramente elevado para evitar que se inundase con cada marea, y carente de otra utilidad fuera de servir de refugio a albañiles y cazadores de ratas sorprendidos por las crecidas del río.

Ahora estaba fuera de su jurisdicción. Por más que en las calles de la ciudad fuera el brazo visible de la justicia real, allí, en la tierra de nadie en que habían devenido las alcantarillas, su autoridad derivaba únicamente de su capacidad para imponerse a quienes en ellas moraban.

Guiándose de memoria, pronto se encontró con los banderines que advertían del estado de los túneles. Blancos para aquellos en buen estado de mantenimiento. Negros para los que presentaban riesgo de derrumbe.

Según se internaba más y más en el laberinto de galerías y cisternas de las subterráneas entrañas de Esgembrer, más frecuentes eran los banderines negros. El deterioro era mayor en los barrios más poblados, donde la intervención de los humanos había alterado, e incluso sustituido, la robusta masonería legada por los enanos.

Enseguida se topó con el primer jirón de tela coloreada. La zona gris quedaba atrás. De ahí en adelante era conveniente evitar según qué túneles. Sus habitantes decían haberse erigido en sus propios señores, declarándose libres y soberanos, y defendían su territorio con ferocidad. 

En origen, los desafortunados, enfermos, desposeídos y tullidos habían encontrado allí refugio frente a una sociedad que los rechazaba. Lejos de la vista de aquellos a los que su presencia recordaba los crueles vaivenes del destino, se los había tolerado. Dejados a su albedrío, habían instituido sus propios gremios: de rebuscadores, de mendigos, de descuideros, de carteristas, de navajeros… para terminar reproduciendo la organización social misma que los había repudiado, con sus potentados y sus subalternos.

Y por encima de todos ellos, cual reflejo distorsionado de la ciudad bajo la que subsistían, estaba su propia Reina de las Espinas: Mara E'lir, la bruja de ojos malva, también llamada la Tuerta.

Era a su territorio a donde se dirigía Uriah, siguiendo los banderines de color azafrán con que reclamaba su porción de túneles. Si bien, de un modo u otro, los restantes maestros de gremio se inclinaban ya, todos sin excepción, ante ella y el culto instaurado en torno a su morbosa deidad: Yinella la de los látigos. 

Sus pasos le condujeron a una cisterna destinada a almacenar agua potable. La rodeó agradeciendo no haber tenido ningún mal encuentro. Sus primeras visitas habían estado plagadas de ellos. De ahí en adelante su ruta ascendía por una resbaladiza escalera de caracol, hasta desembocar en un pasadizo amplio y azulejado, cuajado de atlantes y cariátides. Otrora desnudos ejemplos del estilizado ideal de belleza promulgado por los elfos adoradores de Sumnia que allí moraron. Sus formas alargadas estaban cubiertas de forma caprichosa por el verde musgo que, desde su abandono, proliferaba por doquier. Aquella suerte de patio era antesala de unas grandes termas, alimentadas por esa misma cisterna que dejó atrás, y que ahora cobijaban a la corte de menesterosos de que se había rodeado aquella extraña elfa. 

Había llegado a su destino. Delante suyo tenía una pesada puerta de bronce. La pátina verde que la cubría realzaba el exquisito detalle de las hojas de hiedra grabadas sobre ella. La golpeó rítmicamente con el mango de su maza. Por ganas, la habría echado abajo, pero contuvo su disgusto. 


«Algún día. Algún día limpiaré mi ciudad de vuestra presencia.» Repitió para sí una vez más, como en tantas otras ocasiones.


No conseguía entender la manera en que aquel culto enfermizo había conseguido arraigar entre su gente. ¿Es que su dedicación y compromiso no significaban nada para ellos? ¿Acaso habían olvidado el sacrificio de su Rey?

Al cabo de un momento, una de las puntiagudas hojas de hiedra se deslizó, revelando una mirilla. Un ojo legañoso y enrojecido lo inspeccionó antes de preguntar con voz rasposa:


—¿Santo y seña?

—El sufrimiento del mundo es finito —se obligó a responder.

—Y los dolientes seremos recompensados. —contestaron varias voces desde el otro lado.


O bien lo esperaban, no lo sorprendería, o bien aquel acceso al cubil de la Tuerta y sus secuaces estaba siempre bien custodiado. El ruido metálico de pasadores y cerrojos lo siguió. La puerta se entreabrió con un chirrido hiriente. Un par de brazos musculosos, cubiertos de abundante vello gris, asomaron para tirar de ella. El encargado de la puerta lo recibió con una torpe reverencia y una sonrisa desdentada en su cara picada por la viruela. Vestía lo que parecía un hábito de monje escarlata y negro, confeccionado a partir de unas lujosas cortinas pasadas de moda. Nacido deforme, renqueaba a cada paso. Tras él, encorvado, posando los nudillos en el suelo, con los ojos negros de animal hundidos bajo los arrugados pliegues de una frente achatada, lo miraba sin parpadear el enorme simio gris que había tirado de la puerta. El hedor a orines de su taparrabos lo alcanzó pese a conservar el pañuelo perfumado bien fijado de la nariz al mentón.


—Nuestra señora está haciendo sus abluciones matinales —estaba diciendo el desgarbado portero—. Ha dejado dicho que lo escoltemos a una sala… privada.


A Uriah le molestó el tono untuoso y deferente con que lo trataban. Se limitó a asentir. Prefería intercambiar las menos palabras posibles con aquellos adoradores de la Espada. En efecto, parte de los dientes que le faltaban al monje, pues además del hábito lucía una tonsura entre sus rizos castaños, luego monje sería, se los había saltado el paladín caído de un revés. Por lo visto, al aumentar la frecuencia de sus visitas, en su sucia mente había llegado a la conclusión de que era un noble libidinoso que acudía para fornicar con su señora, y, no dando para más, tuvo la osadía de hacer chanza de ello con él. Tenso como la cuerda de un arco que estaba el seguidor de Tormo, caído en desgracia, pero fiel pese a la adversidad, la violencia de su reacción no sorprendió a nadie.

Los guardias de la puerta, habituados, por lo que parece, a presenciar tales escenas, se limitaron a mirar cómo Uriah golpeaba al monje, y cómo él pequeño hombrecillo encajaba los golpes con masoquista placer. Fue el orangután el que se interpuso amenazante, chillando y golpeándose el pecho, e impidió que las provocaciones del cojo le causaran la muerte aquella vez. Desde aquél día, Uriah había llegado a la conclusión de que la inteligente criatura era el único ser digno de respeto en esa guarida de descarriados.

Contemplar al poderoso Thak. Conan The Barbarian nº11 R. Thomas y Barry W. Smith


Asintiendo, permitió que uno de ellos le guiase, mientras el otro se situaba a su espalda. Allí dentro hacía calor. El agua caliente circulaba por cañerías enterradas bajo el suelo caldeando pasillos y habitaciones. Ambos guardias vestían ligeras túnicas oscuras que dejaban a la vista parte del torso y la espalda. Al cinto portaban látigo y puñal, símbolos de su lealtad y posición. Numerosas eran las cicatrices rituales que recorrían la piel expuesta. Él ya conocía el camino. Tres largos tramos de escalera los esperaban. Subían rodeando un patio interior, en donde dos grandes piscinas servían de sala de espera y esparcimiento para los deudos de la sacerdotisa de Yinella. Mosaicos compuestos por centenares de diminutas teselas decoraban su fondo. Las coloridas escenas de fauna marina eran mayoritarias, pero entre ellas se apreciaban representaciones de los antiguos habitantes de la ciudad disfrutando del privilegiado entorno natural que los rodeaba, practicando juegos de habilidad y deportes de equipo.  

Una intrincada celosía protegía al paladín de la vista de los que estaban abajo. Uriah miró de reojo mientras subía. Algo le había llamado la atención. Sentado al borde de una de las piscinas, un hombre calvo y barbudo, entrado en años y pasado de kilos, descansaba perezoso, con una pierna sana en el agua, mientras se masajeaba el muñón en que terminaba la otra. El tatuaje en el brazo arremangado, bien visible, de la capa y el puñal, lo identificaba como miembro del cuerpo de batidores, la corona, como un oficial. Un veterano, como él mismo, que sin duda albergó propósitos mejores. Uriah torció el gesto, estaba deseando acabar de una vez.

El último tramo terminaba en una sólida puerta de roble reforzada con bandas metálicas. El artesano del metal encargado de elaborarlas había reproducido un tema naturalista de gusto dudoso. El del pelícano alimentando a sus polluelos con pedazos de su propio cuerpo. Encontrar alegorías de entrega y sacrificio en lo que él consideraba un antro de depravación no dejaba indiferente al seguidor del Libro. Ojalá, él lo hubiese preferido. En vez de ello, perturbaba sobremanera su ánimo. Es más, despertaba en su pecho la añoranza de sentirse parte de algo mayor, de experimentar la plenitud de una existencia trascendente.

Cómo en visitas pretéritas, Uriah endureció su corazón. Había consagrado más de media vida a la Casa Real, no estaba dispuesto a dejarse manipular por los juegos mentales de la pálida ithilithan. Se debía a su Reina y a los hijos de su amigo. No había aprobado el matrimonio elegido para Olaya, y el joven príncipe había cometido errores, pero lo había logrado enderezar. Ambos eran el futuro del reino y daban sentido a sus desvelos y renuncias.

Entre tanto, sus escoltas habían ocupado cada uno su puesto a un lado y a otro de la entrada a las estancias privadas de su señora, y lo miraban con los brazos cruzados sobre el pecho. Uriah se adelantó. Golpeó rítmicamente la madera con los nudillos. Un ruido de pasadores lo respondió y la puerta giró con suavidad, las bisagras bien engrasadas. El resplandor de la luz artificial que inundaba la habitación lo obligó a parpadear. El ambiente en el interior era cálido y húmedo. Una mujer de piel morena y cabello castaño oscuro le franqueó el paso. Una vez dentro, cerró y aseguró la puerta tras de sí. Después de la penumbra de galerías y pasillos, tardó en acostumbrarse a la luminosidad de que disfrutaba su anfitriona.


—Deja tus cosas ahí encima —le ordenó con latente hostilidad la mujer, señalando una pequeña mesa redonda y su juego de sillas—. Puedes sentarte, si quieres. 


Uriah obedeció en silencio y se despojó de su capa y armas, pero conservó el zurrón. Aquella que le hablaba, con gesto torcido y mirada desafiante en sus ojos marrones, era la mano derecha de Mara. Alta, atlética y de movimientos felinos, en cierto modo, era su reflejo distorsionado allí abajo. Y ser ambos conscientes de ello, no hacía sino aumentar la antipatía que sentían el uno por el otro. La mujer vestía una túnica oscura similar a la de los guardias que ahora esperaban al otro lado de la puerta. Calzaba sandalias cuyas tiras de cuero sujetaban a sus torneadas piernas unas ligeras grebas que alcanzaban hasta las rodillas. Un cinturón del mismo material ceñía a su cintura una suerte de falda confeccionada a partir de tiras cosidas y reforzadas con oscuros remaches. De él, pendían sendas dagas en sus ajustadas vainas. Sus brazos, de músculos bien definidos, los protegía con brazales del mismo estilo y materiales. Era el tipo de equipo que podía esperarse en una luchadora ágil y agresiva. Sin embargo, eso no explicaba el gran número de blancas y sinuosas cicatrices que cruzaban la piel expuesta de brazos y piernas.

Una tira similar a las de la falda, más rígida, la apartaba, a guisa de diadema, los rizos castaños de la frente. En cambio, ninguna cicatriz alteraba la belleza de sus rasgos, de ojos levemente rasgados, pómulos altos, labios carnosos y mentón afilado, propios de las ciudades costeras de Alrus.

Detrás suyo, al otro lado de una cortina azul turquesa, decorada con motivos marinos tejidos con hilo dorado, estaba la fuente del calor y la humedad reinante. Una pequeña piscina, sus aguas caldeadas por cristales multicolores, cuya luminosidad proyectaba la femenina silueta de la dueña del lugar contra la cortina. La amazona, con los brazos cruzados, se movió para impedir que fijase su mirada en ella. A su pesar, Uriah sonrió. Encontraba relajante el sonido del agua al correr. Le traía recuerdos amables de una infancia transcurrida en las riberas del Sgem. Siempre quiso casarse y tener hijos. Retirarse a la sencilla heredad familiar…


—Berenice, querida —la melodiosa voz de la elfa frenó sus divagaciones—, deja de ponerle mala cara a nuestro invitado y acércate.

—¿Qué? —exclamó arisca la aludida— ¡Yo no le he puesto mala cara!

—Si, si lo haces —paciente, como si tratase con una niña, pero con deje de malicia bajo la dulzura de su voz, insistió, al tiempo que salía completamente del agua y empezaba a secarse con una toalla 

—¡Desde ahí no lo puedes ver!

—Pero lo sé —la zahirió—. Y ahora corre la cortina y ven aquí.


Tras echarle a Uriah una mirada asesina, a lo que él se limitó a encogerse de hombros y mostrar las manos vacías, Berenice se volvió y apartó la cortina lo justo para pasar.


—Entera, córrela entera —la interrumpió Mara.


Al oírlo, la amazona se quedó clavada en el sitio. Uriah frunció el ceño. De visitas previas sospechaba que sacerdotisa y guerrera eran más que patrona y guardaespaldas. Las miradas que los seguidores de la elfa le dedicaban eran de pura adoración. Pero en los ojos de la sureña brillaba algo más intenso y carnal. Si esos deseos no eran correspondidos, y la bruja de ojos malvas creía que podía enredarlo en quién sabe qué maquinaciones… 


—Obedece a tu señora —insistió ella al ver que la humana seguía sin moverse.


Molesto por la desagradable escena, y el retraso que suponía para el correcto desempeño de su misión, el capitán de la guardia se levantó con semblante serio, y antes de que Berenice cediera a las exigencias de su ama, corrió él mismo la dichosa cortina.


—Acabemos de una vez —espetó a la desnuda sacerdotisa, cuyo ebúrneo cuerpo de sílfide no tenía nada que envidiar al de las idealizadas cariátides legadas por los craistari, antes de darla la espalda y sentarse de nuevo.


Mara lo observaba con expresión de triunfo, en tanto que la luchadora lo miraba boquiabierta e indignada por su osadía. De un modo que Uriah no alcanzaba a entender, parecía que la bruja de ojos malvas había conseguido lo que quería. Fuese lo que fuese.

Esas muestras de familiaridad no solicitadas perturbaban al antiguo paladín. Sentía que con cada una de ellas se alejaba cada vez más de la imagen que quería tener de sí mismo. No le gustaba el reflejo que le devolvían los almendrados ojos sin pupilas de la sacerdotisa. 


«Los almendrados ojos…»


Entonces cayó en la cuenta. Siempre que la había visto, la elfa de piel pálida lucía una media máscara dorada sobre la mitad derecha de la cara. Era a ese aditamento al que debía el apodo con que muchos hampones la habían bautizado. Y por vez primera, había visto el hematoma que ocultaba bajo ella.

Uriah alzó la cabeza, intrigado, ninguna otra marca surcaba su cuerpo flexible y juvenil. Berenice le trenzaba el largo cabello blanco en un elaborado peinado, mientras que ella jugueteaba con unas campanillas de plata y le devolvía la mirada sonriendo enigmática. 



Y hasta aquí podemos leer. Si esta nueva antagonista os resulta familiar, estáis en lo cierto. Sí, Mara ya había salido antes.

De hecho, ésta fue su primera aparición: https://laitarca.blogspot.com/2021/01/ital-el-jdrhm-caminos-separados-13-szim.html

Como despedida os dejo otro tema musical de inspiración fantástica. Nada menos que en el manga "Berserk" del añorado Kentaro Miura. "Broken Survivors" de los Beast in Black.


Espero regresar antes con más material. Gracias por estar ahí. Por si me retraso, os deseo un feliz y próspero año nuevo.

Nos leemos.











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