(Ital el JDRHM) Caminos Separados 28: Englund 2
Primera entrada del año. El desgaste causado por la plaga se cobra su peaje, pero resistimos.
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Desde su privilegiada posición, asomado a la balconada, catalejo en mano, concentrado como estaba en la danza de las llamas y el extraño oleaje que perturbaba la quietud de la bahía, Englund pasó desapercibida la gabarra de oscuras velas que buscaba refugio en la accidentada costa.
Ensimismado, el enano sonreía, enseñando sus dientes blancos. Hasta que una forma colosal y serpentina, nadando en círculos que provocaban un remolino de olas y espuma en torno al navío incendiado, zarandeando y amenazando con arrastrar las barcazas de aduanas, emergió a la superficie. Entonces, un boquiabierto Englund contempló como un orbe de crepitante energía mágica engullía a la criatura, que, de alzarse rabiosa y triunfante, pasó a rugir y debatirse dolorida, golpeando a la maltrecha galera y zambulléndose de nuevo, arrastrando con ella a cuanto la rodeaba, dejando tras ella tan sólo cuadernas carcomidas y toneles flotando.
—Vaya, vaya —musitó pensativo, mientras apartaba la mirada, entrecerrando los ojos, y sus dedos sarmentosos tamborileaban sobre la ristra de angulosas monedas, símbolo de su jerarquía entre los clérigos de Atsocar, que colgaban de su cuello, engañosamente delgado—. Esto va a dar mucho de qué hablar en los muelles.
No en vano, conjuro semejante, sólo podía lanzarlo un adepto a las artes esotéricas más oscuras, y del más alto nivel. Un conjurador como hacía generaciones que no se conocía ninguno a este lado del Telegureth. Una amenaza aún mayor que la criatura alcanzada con él, por más que distase de haber sido neutralizada, puede que, ni siquiera, ahuyentada.
Con estas ideas rondando por su cabeza, se volvió a su habitación. Cerró cuidadosamente la puerta de acceso a la balconada. Devolvió el preciado catalejo a su lugar de honor sobre el escritorio. Y, todavía a oscuras, alzó el largo y desproporcionado brazo para recoger un funcional quinqué de aceite de su estante junto a la salida y su encendedor de cuerda. Casi con dulzura, repasó con el dedo índice los montañosos relieves de su distante hogar grabados en el latón. No es que necesitara luz alguna para desenvolverse por los pasillos de la mansión, pero el personal a su servicio era humano en su mayoría y por deferencia hacia ellos, y para reducir el número de sustos y piezas de vajilla rotas, había adoptado la costumbre de llevar consigo la luminaria encendida, anunciando con antelación su presencia.
Los escasos penthios destacados en el reino lo veían como una excentricidad más del contable jefe. Casi todos estaban allí en nómina de "Hermanos Magma y Asociados". La explotación de las minas de cobre y mercurio en el lejano interior y de sal en la cercana costa era su principal ocupación. Eran labores arduas y agotadoras que, sin los conocimientos y medios de que disponían los enanos, consumían la vitalidad y menguaban la esperanza de vida de quienes trabajaban aquellas fuentes de riqueza. Y aunque la actividad era lucrativa, y la experiencia ganada tratando con los efejim era altamente valorada en la comercial Penthia, la reputación de Englund había ido perdiendo su lustre debido a detalles como aquél y otros de mayor enjundia. Su rechazo a ser trasladado "hasta que termine lo que he venido a hacer aquí", como repetía siempre, su evidente aprecio por los humanos que tomaba bajo su tutela y su cuestionable amistad con poderosos personajes ajenos a la compañía, como la misma Meldoried, proyectaban una alargada sombra que comenzaba a amenazar el futuro de los penthios que trabajasen bajo su dirección.
Pero mientras caminaba hacia las cocinas, distraído por los recuerdos, eran otras las preocupaciones que iba rumiando.
—Esa criatura en plena bahía —pensaba en voz alta, los ojos entrecerrados para no deslumbrarse, rascándose el pelado mentón con el dedo índice—, mala cosa, mala cosa. Seguro que la vieja niña lo sabía, oh sí, seguro que lo sabía, nada se le escapa, no, no no.
La vieja niña, bien recordaba su luminosa mirada, reflejo del bosque, la sutil humedad de sus labios y el arrebol de sus mejillas, saludables y apetitosos cual manzana madura. Eran sus rizos cual ala de cuervo, largos y sueltos la gustaba llevarlos desde pequeña, cuando tenían el brillo del oro al amanecer, o así contaban sus ayas.
Qué buena pareja hacían ella y su malogrado consorte. Tan alto y atlético, de sonrisa franca y audaz que, cálida y limpia, asomaba a sus ojos azules y ligeramente rasgados, sobre unos pómulos altos, enmarcados en una cuidada barba de un tono rubio oscuro, como las hojas en otoño.
Con los ojos entrecerrados descendía por la escalera de caracol que desembocaba en el salón arbóreo, sus columnas de capiteles cincelados para simular que un bosque creciese en su interior. Allí, una enorme y redonda vidriera, toda ella compuesta por cristales tintados en diferentes tonos verdes, filtraba la luz del exterior con la intención de dotar a la estancia de la atmósfera propia de una densa arboleda. Llevado por el hechizo del lugar, Englund se encontró de nuevo en el escenario de su sueño reciente.
★★★
Los cachorros humanos gritaban y gesticulaban mientras corrían chapoteando en el barro. Los aristocráticos elfos los miraban con desaprobación. No así los esforzados infantes humanos, que sonreían con un deje de tristeza. Los más veteranos puede que no, pero los jóvenes bien que recordaban lo que era ser un niño y jugar a ser un feroz soldado, ignorante de las verdaderas penurias de la guerra.
Hilera tras hilera marchaban, en colorida mezcolanza de uniformes regionales. Se les había asignado un orden de marcha en función de su armamento principal. Arqueros al frente en formación abierta, explorando, espaderos con armadura ligera tras ellos, listos para acudir con sus escudos, alabarderos con mejores y más pesadas armaduras avanzando a paso sosegado tras ellos, economizando sus fuerzas, ballesteros al fondo, cargando con armas y una provisión de municiones. Entre todos ellos destacaban las túnicas pardas de los miembros de la Orden de Aubea, con sus panoplias propias de otro tiempo empacadas, cargando con ellas a hombros, demasiado pesadas para vestirlas y mantener el ritmo, sus lanzas y alargados escudos a mano, sus estandartes blancos y dorados del panal y las abejas hondeando al viento. Era su número parejo al de todos los demás regimientos sumados. Todos los feudatarios de la Orden en Esgembrer y Karnol habían respondido. No era así en el caso de los nobles esgembreses.
A lo lejos se adivinaban los movimientos de la caballería, cubriendo los flancos de la expedición, intercambiando mensajeros entre el cuerpo principal y las diferentes avanzadillas.
Una auténtica multitud de civiles seguían sus pasos. Intendencia, suministros, mercaderes codiciosos, humildes familias de los soldados y pomposos criados de los nobles. Sobre todos ellos, repentinamente, pasaron veloces unas sombras aladas, engullendo el sol con osadía. El desconcierto cundió entre las filas. Relinchos y gritos de pánico rasgaron la tensa calma de la jornada. Eran muchos los rumores que corrían sobre la naturaleza de las fuerzas a que iban a enfrentarse. En las mentes de todos ellos habitaba el temor a los tiranos alados y su prole. Pero, cuando parecía que la marcha iba a devenir en tumulto, estallaron hurras y vivas.
No era el cielo dominio exclusivo de los enemigos de los hombres. El círculo interno de los caballeros de Tormo el Justiciero acudía a lomos de sus águilas de picos acerados y garras broncíneas. Los vítores alcanzaron cotas mayores de entusiasmo al identificar a su líder. Montado sobre su grifo, Sangraal, el Rey Iván volaba hacia el rojo atardecer y a la victoria.
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