(Ital el JDRHM) Caminos Separados 27: Englund

           Retomamos las historias de nuestros amigos aventureros. Hoy introducimos a otro personaje no jugador recurrente de mis partidas, el enano mercader, clérigo, y un poco pícaro, las malas lenguas dicen que ladrón, Englund de Atsocar.


Chagall windows at St. Stephan Germany. Photo by K. T. Conklin. Pinterest 

     Colgando de los riscos que protegían el lado oeste de la bahía de Esgembrer se podían contemplar una de las extravagancias arquitectónicas con las que se deleitaron los primeros habitantes de la ciudad. Una serie de seis torres excavadas en roca viva, blanqueadas con cal y coronadas con azules tejados de pizarra, de tal manera, que, entre la niebla matutina, parecieran flotar, etéreas e ingrávidas, por encima de la bahía.
     En cada torre se abrían dos amplios ventanales ojivales, uno sobre el otro, con sus respectivos balcones y sus balaustradas de mármol blanco veteado de rosa y gris, tallado con motivos naturales, tan apreciados por los elfos, flores, pájaros e insectos en una secuencia casi animada de persecución.
     Antaño, cada ventanal contaba con una completa vidriera historiada que inundaba de luz multicolor los salones interiores. De eso hacía mucho, mucho tiempo. Ahora, tan sólo lo más alto de cada arco daba testimonio de su pasada belleza. En su lugar, cristal esmerilado azul opacaba la vista, y por si eso no fuera bastante, pesados cortinajes blancos y azules impedían el paso de la luz.
     «Ni una, ni dos, sino tres veces seis» expresaron los prudentes craistari su disgusto al promotor de aquella mansión. Tal vez se sorprendieran hoy, al ver que, de todas las grandes obras con que embellecieron su ciudad, aquella que consideraron temeraria en su planteamiento y de naturaleza efímera en su ejecución, sea por azar, o por los caprichosos designios de alguno de los Seis, permanezca en su lugar, desafiando a las eras por venir. Lo que es seguro, es que hasta el más aristocrático y estoico elfo no podría evitar un gesto de divertida contrariedad si llegara a saber, que la más delicada muestra de la espiritual visión de la belleza superviviente a plena vista en su malograda ciudad, estaba ocupada, ni más, ni menos, que por enanos.
     Y no por los regios, sólidos, taciturnos y distantes enanos de Thyrrion, no. Con ellos, al menos podían compartir su desdén por las gentes de vida breve que, desde su punto de vista, habían invadido su mundo. Si no por los bulliciosos, activos y prolíficos enanos penthios. Siempre activos y venales, en busca de beneficios, industriosos y dispuestos a colaborar en cercana alianza de intereses con esos humanos que habían trastocado el orden antiguo con su egoístas ambiciones y su falta de miras.
     Precisamente, debido a una de aquellas empresas, si bien espoleada por la más alta representante de la aristocracia diantari, la Joyera, había sido posible que tal palacio recayera en su posesión, como parte del pago por los servicios prestados a la Reina Viuda.
     Pago que Englund de Atsocar, representante de la Liga Comercial Hermanos Magma y Asociados porfiaba por cobrar íntegro y con intereses pese a los años transcurridos. Era el penthio un personajillo singular a ojos de sus pares. De poco más de un metro de alto, lucía, pícaro y descarado, el mentón afilado y la rechoncha nariz desnudos, ni bigote, ni barba adornaban su faz, para desconcierto de quienes lo trataban por primera vez. Si que llevaba las patillas largas, colgando como banderas sin viento a cada lado de la cara redonda. Redonda como era su prominente barriga, símbolo de prosperidad entre gentes civilizadas, como le gustaba recordar a sus interlocutores siempre que tenía ocasión.
     Pero no eran aquellas horas de reunión, sino de merecido descanso. Descanso que a Englund, acostado en su futón, la espalda siempre lo más cerca posible del lecho de roca, como era costumbre compartida entre penthios y otros enanos, parecía esquivarlo esa noche.
     Aún dormido, no paraba quieto, movía los largos brazos como si estuviera espantando moscas, mientras sus huesudas rodillas subían y bajaban, como si caminara. Y si un oyente atento merodeara por los sinuosos pasillos, habría podido oírle murmurar una y otra vez:

     —Hek bes pogarbi. Hek bes pogarbi. Hek bes pogarbi.

     Era aquel, el viejo lema de Hermanos Magma y Asociados, adoptado como grito de guerra por sus tropas a sueldo.


     —¡Aquí se cobra! —coreaban con voces roncas como rocas entrechocando entre si la multitud de khavil en marcha—. ¡Aquí se cobra! ¡Aquí se cobra!

     Oro, acero, pólvora y sangre aportaron los penthios a lo que se dió después en llamar "La Batalla de los Marjales". 
     Quinientos bravos alabarderos. Fornidos jóvenes de despierta mirada y barba lustrosa bajo las decoradas máscaras de sus yelmos completos, con el sólido cuerpo protegido con buen acero. Los brazos largos, las piernas cortas. Su centro de gravedad pegado al suelo, la densidad de huesos y músculos superior a sus contrapartidas entre los "efejim", los "perecederos" como ellos llamaban a los humanos. 
     El símbolo de la Balanza, lucían, orgullosos, en sus escudos rectangulares. Era su arma principal una bruñida alabarda, pero de hasta más corta de lo que acostumbra entre los humanos, buscando tener a un tiempo las ventajas de la lanza y del hacha. Una espada corta, de doble filo y ancha hoja completaba su armamento. 
     Doscientos arcabuceros vestidos de laboriosa cota de malla los seguían. Sus armas al hombro. Todas diferentes en sus adornos y atrezos, una cabeza de dragón asemejaba el cañón de una, una dorada inscripción rúnica adornaba todo lo largo el de otra, una salamandra enroscada parecía el mecanismo de disparo de aquella otra... Otros, más modestos, nuevos reclutas de la liga, seguro, lucían todavía las runas de su clan en hebillas y botas, mientras imitaban con mayor o menor fortuna el aplomo y las maneras de los veteranos y con mimo trabajaban la madera de sus armas, tallando monstruos y escenas de batalla en ellas. Eran, cada uno de aquellos arcabuces, manifestaciones, todos, de las habilidades y riqueza de sus dueños. Tal despliegue de variedad no llevaba a engaño, eran todos letales por igual, las armas y sus dueños, no había contingente armado que pudiera resistir las cerradas descargas de los encapuchados enanos. También en sus cintos portaban aguzada espada corta, "la piedad" la llamaban, con la cual remataban a aquellos desafortunados que sobrevivieran malheridos a sus disparos. Repletos estaban sus pertrechos del negro polvo y municiones. Y aún más cargaban tras ellos los pesados carros de "Magma y Asociados" tirados por corpulentos ponis.
     Sobre uno de ellos viajaba el pícaro clérigo, portaba túnica azul con capucha, bajo justillo de cuero con tachones hexagonales dorados, pantalones también azules y botas marrones a juego con el cuero tachonado. Repasaba los libros de cuentas de la expedición y se regocijaba al ver subir y subir el montante a pagar por los reyes humanos.

     —Y eso que no quisieron contratar los servicios de la artillería —se relamía mientras sus ojillos codiciosos brillaban—. Aunque no los culpo, visto el campo de batalla elegido.

     Dicho esto, se asomó nuevamente por entre el toldo del carro. La lluvia era fina y persistente, las patas de los ponis emitían un desagradable ruido de succión. El fango, espeso y pegajoso, cubría sus cascos y salpicaba por todas partes.
     Mirase donde mirase, toda la expedición hacía frente como podía a las dificultades del terreno. El verde y el marrón lo salpicaban todo y a todos.
     Bueno a casi todos. Mientras que el contingente penthio avanzaba con la lentitud y firmeza de una de sus apisonadoras a vapor y los carros del ejército humano se atascaban una y otra vez en pozas que resultaban ser siempre más profundas de lo que los carreteros esperaban, la comitiva élfica que acompañaba a la Orden de Aubea parecía marchar por un plano paralelo. 

     Las blanquiazules ropas de su infantería parecían repeler las gotas de lluvia sin empaparse. No había vaho, ni pátina alguna que empañase el plateado metal de sus armas y armaduras y sus ligeras pisadas no parecían hundirse en el fango como las de los demás. Con las capuchas cubriendo sus cónicos yelmos, parecían blancas sombras que nacieran de la niebla. Pero eran reales, diestros en la lanza, la espada y el arco como sólo los inmortales pueden serlo. Hasta trescientos llegaba su número, bien valía cada uno por muchos otros, más la muerte de cualquiera de ellos podía significar el fin de todo un linaje.
     Si tal hechizo surgía de sus infantes, qué decir de su caballería. Un centenar de entre los más nobles y destacados de cada casa, sobre sus monturas de gran alzada y finas patas del color del oro, el marfil y la canela, los ojos húmedos, grandes e inteligentes, desfilaban igual que si estuvieran en una lisa pradera bajo la bendición de los tres soles. Los arreos y pertrechos impolutos, plateadas armas y doradas armaduras brillantes, apenas canceladas por las grises capas de viaje.
     
     Bien hubieran podido despertar la envidia de Englund, si no fuera por la triste balada que entonaban todos ellos. Nada significaban para él las personas y lugares mencionados, pero el sentimiento de pérdida del hogar, de la tierra de sus antepasados, de derrota ante un antiguo enemigo, si que lo comprendía. Y en los diantari allí congregados era una emoción intensa, una herida reciente. Pocos eran capaces de sostener su mirada, algo del hielo esgrimido contra ellos por los dragones blancos había calado en sus almas, y era terrible y doloroso asomarse a ellas. 
     Insensibles a la solemnidad de la escena, una veintena larga de imberbes mozalbetes corría a grandes zancadas al lado del convoy. Chapoteaban despreocupados en el barro, llevaban los pantalones, que les iban grandes, con las perneras amarradas por encima de las rodillas. Un haz de jabalinas golpeteaba a sus espaldas, unos pocos, la mitad si acaso, contaban también con ligeros escudos redondos. Un espigado muchacho, que empezaba a lucir rubia pelusilla en el labio superior y sonreía pícaro con brillantes ojos grises, los lideraba. A su lado, un muchachote ligeramente mayor, una cabeza más alto que el resto de los escaramuzadores, con rizos oscuros y moreno de tez, marcaba el ritmo cantando a voz en grito:

     —Si tira a amarillo, dispara y aguanta —coreaban los demás con voces infantiles—. Si tira a verde, dispara y corre. Si tira a marrón, corre y dispara —compitiendo entre ellos hasta desgañitarse para hacerse oír—. Si es negro, corre, corre y no pares —y vuelta a empezar—. Si tira a amarillo, dispara y aguanta. Si tira a verde, dispara y corre. Si…

     Verlos despertó una cálida oleada de simpatía en el enano. Le gustaban los humanos, le parecían tan ingenuos. A sus ojos negros, aún los más viejos eran como niños, astutos, sí, pero niños traviesos al fin y al cabo. En ese momento, el fornido muchacho de tez oscura se volvió, se había percatado de que los estaba observando, y con una mueca feroz, inesperada para el resto del grupo, echó a correr gritando como un loco:

     —¡Los Comerranas! ¡Somos los Feroces Comerranas! —y los demás no tardaron en reaccionar y salir gritando y riendo tras él. 

     …

     Como siempre que soñaba con aquellos días, Englund abrió los ojos al rememorar esa escena. La mirada furibunda, los abultados brazos ligeramente desproporcionados extendidos en toda su largura, la nariz chata y bulbosa, los dientes de colmillos afilados… con aquella mueca, el zagal había revelado a quien supo ver, más de lo que él mismo sabía.
     El enano acarició con su mano callosa el afilado mentón y se relamió sus finos labios. Su lengua se entretuvo sobre sus propios aguzados colmillos, testimonio de su sangre khuzkazal. Muchos de entre los suyos renegaban de su parentesco con los enanos del caos, como los llamaban los humanos, llegando a limarse los colmillos. 

     —Cómo si con eso cambiasen el pasado —pensó Englund, sonriendo con pesar mientras se calzaba sus pantuflas de castor y se levantaba para alcanzar su bata de buena, mullida y blanca lana de oveja thyrrana.

     Sí, sin saberlo siquiera, por las venas de aquél muchacho corría la sangre de los mismos guorzs que se disponía a combatir. A ellos debía la fortaleza que lo hacía destacar de entre sus compañeros. Alguna infortunada superviviente de sus desmanes había conseguido ocultar su estado y la ascendencia de su vástago, como muchas otras víctimas de la turbulenta historia del Tapiz.
     Bien sabía qué le había devuelto en sueños a aquel tiempo y lugar, pensaba él. Esa noche, en el viejo puerto, se había cruzado con un par de hombres que bien pudieran ser aquellos muchachos.

    —Qué rápido se consumen —pesaroso movía la cabeza el khavil, en lo que apartaba la cortina de la puerta de acceso a la terraza.

     Entonces lo vio, un fuego donde no debiera haberlo, en medio de la bahía. Sorprendido, se volvió hacia su escritorio. Sobre él, siempre a mano para comprobar la puntualidad de las llegadas y salidas de los buques con los que tenía negocios, y también las de aquellos que le hacían la competencia, descansaba un robusto catalejo. Buena y clara madera de haya con refuerzos de plata. Regalo de una amistad probada, otrora aguerrido marino militar, ahora convertido en afable posadero. Lo metió en el bolsillo de su bata y salió a la terraza. El viento frío de la noche lluviosa le alborotó sus blancos cabellos, tras él, sonó un portazo, y varios papeles revolotearon hasta desparramarse por el suelo. Movido por la curiosidad, ignoró el alboroto que estaba causando, se ciñó bien el cinto de la bata, y una vez al borde de la terraza, se llevó el catalejo al ojo derecho y observó intrigado cómo ardía un velero, mientras las barcazas de las aduanas, con sus faroles encendidos, se mantenían a prudencial distancia, inequívoca señal de que daban por hecho la inminente zozobra del navío.

     —¿Pero qué diantres está pasando? —exclamó sonriente.

     A Englund le encantaban los efejim, con ellos no casaba la aburrida rutina y cada nuevo día traía una nueva sorpresa.


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