(Ital el JDRHM) Caminos Separados 5: Cornelia y Szim D'Raspg
Presentamos al último miembro de nuestro grupo de aventureros.
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Enseguida, el bullicio de los juegos infantiles quedó amortiguado por los muros del santuario. Dentro, la penumbra de sus pasillos, iluminados indirectamente por los claustros interiores, envolvió con su frescor a la sacerdotisa de Aubea y a su acompañante. Conforme se internaban en el laberinto que a lo largo de las generaciones había ido tomando forma en el lugar, sus distintos habitantes interrumpían su labor para saludarles con deferencia al pasar. Desde fuera no se podía adivinar, pero la actividad entre sus muros era tan intensa como en las casas de la villa que cobijaban sus murallas.
La Orden de la Yegua Marrón, como era conocido el culto organizado de Aubea la Guardiana, no era una orden contemplativa como la de Namcor el Sabio, ni meramente marcial, como la de Thorgan el Batallador, si no que era a un tiempo industriosa y combativa.
Si productos de primera necesidad como carnes, lácteos, legumbres, frutos secos y miel de sus arrendatarios viajaban en barcazas río abajo, rumbo a los mercados de la capital, el propio templo enviaba desde exquisitos dulces, a rollos de lino y lana, pasando por jabones y perfumes de lavanda, por los que la región era justamente famosa.
—Imagino que nos dirigimos al claustro central —Rompió el silencio Selid, sin aminorar el paso.
—Asi es —Le confirmó ella su suposición —Vuestro compañero necesita mucho espacio a su alrededor.
—Cierto, Szim no soporta las aglomeraciones humanas —Tras una pausa añade —… de hecho me sorprende que accediera a permanecer aquí.
—Eso puede darte una idea de la importancia de la misión que os encomendó la Dama Meldoried.
—Eso lo entiendo —Molesto por lo que entendió como una crítica inmerecida protestó —Por eso tenemos que actuar antes de que se vaya todo al traste.
—¿Ahora? —Sorprendida preguntó ella —¿Ya habéis dado por finalizada la vigilancia del sospechoso?
—De manera definitiva —Soltó rotundo, acompañado de un bufido —Ahora os lo cuento a los dos.
—Si, ya casi hemos llegado al Claustro Interior.
—El templo original —Con reverencia, musitó el moreno venagozariano —El Jardín de los Elfos.
—Y la Torre de la Lanza —Henchida de orgullo, con ojos brillantes, anunció Cornelia.
Así hablando, llegaron al final de la galería. El trinar de pájaros cantores y el zumbido de centenares de abejas los envolvió, al tiempo que la fragancia del jazmín y la azucena competía con los cerezos en flor. La delicada sensibilidad de sus habitantes originales aún se percibía en la disposición de senderos, panales y macizos florales. Por más que, como guijarros en un jardín de arena, aquí y allá, salpicando entre el verdor, se veían, algunos solo se adivinaban bajo las flores y el verdín, los grises cenotafios de sacerdotes del pasado.
—Sigamos el sendero de los geranios —Indicó la sacerdotisa —Vuestro amigo estará practicando sus rutinas junto a la estatua.
Selid se dejó guiar, inquieto por el gran número de abejas, verdaderas dueñas del jardín. Lo primero que vieron, sobresaliendo por encima de los cerezos, fue la estatua de Aubea, en mármol, marfil y oro. Con toda su panoplia guerrera, dorada coraza bruñida, decorada con la yegua rampante, faldón de malla, brazales y grebas con grabados geométricos, representando panales de miel. En posición de descanso, el gran escudo redondo, con exquisitos grabados figurando flores y abejas, posado sobre el alto pedestal, con la larga lanza, de brillante y dorado metal, echada al hombro derecho, el casco de lustrosa crin, con grabados de laurel en su cimera, sujeto con la mano izquierda. Larga melena de dorado metal, recogida con una coleta, rostro sereno, expresión satisfecha, sonrisa victoriosa y afilados y atractivos rasgos bien conocidos por los presentes.
—No sé que me perturba más —Admitió Selid sobrecogido por la belleza del lugar —Si el atrevimiento de la Dama Meldoried al ponerle su cara a la estatua de su diosa, o la capacidad de Szim por cancelar su agresividad y ejercitarse en este lugar sin ser atacado por las abejas.
—Resulta extraño, si —Admitió la sacerdotisa guerrera —En todos mis años de vida, no la he visto jamás signo alguno de vanidad, salvo éste.
—Vos la conocéis de más tiempo que yo, Madre —A lo que ella ladeó la cabeza, atenta, sin decir nada, que él usará su título era indicativo de lo sentido de lo que iba a decir —¿Alguna vez la habéis visto como en la estatua?
— ...como en la estatua —Pensativa, se rascó las cicatrices del antebrazo, en un gesto que Selid asociaba a Adrastos —…satisfecha, en paz… He de admitir que no —Terminó pesarosa, negando con la cabeza.
Así hablando alcanzaron el claro. Bajo la sombra de la estatua, efectivamente, estaba ejercitándose su compañero, rodeado de abejas que se mueven a su compás, tan alto como la sacerdotisa, igual de esbelto que Selid. Vestido con una camisa blanca y holgada, unos pantalones de lino y unas alpargatas de esparto, se movía rítmicamente, como danzando, alternando el peso de un pie a otro, manteniendo el equilibrio y la respiración en sincronizada armonía.
En sus oscuras manos de obsidiana, girando y trazando figuras, ahora defensivas, ahora ofensivas, sostiene el arma de su elección. Su bastón de caminante. Madera de dendrua, dura y oscura como su dueño. Liso y sin adornos, pero reforzado con la magia de Silvara, protectora de bestias y bosques.
Con un giro y una reverencia, termina sus ejercicios y saluda a los recién llegados. Al tiempo, las abejas se dispersan, como si se hubiera disipado un hechizo, para revolotear de flor en flor. En tanto que una blanca sonrisa aflora en el armonioso rostro del elfo de piel negra con reflejos azulados y ojos ambarinos, como los de su animal interior, mientras que con la mano libre se atusa la cresta de sus cabellos púrpura, que destacan vibrantes en contraste con el resto de su afeitada cabeza.
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