(Ital el JDRHM) Caminos Separados 2: Caethdal y Drinlar


El untuoso hedor a cadáver inundaba las fosas nasales de Caethdal. Las horas pasadas en compañía de Fabián y su trofeo habían reportado resultados, pero no por ello resultaban menos desagradables. 

Con paso decidido caminaba el diantari, envuelto en su capote de viaje, pesado y resistente, de más de un tajo asesino le había protegido. Su ensortijado pelo negro cubierto con un sombrero de ala ancha, que al tiempo cancelaba sus afiladas facciones. Sus manos, de largos y diestros dedos, enfundadas en sendos guantes de suave cuero, prestas a desenvainar su espada ropera.

No pecaba de afectación al portar un arma tal con él. Larga había sido su vida, muchas las disciplinas a las que dedicó su atención en tiempos más ociosos. Era consciente de no poder competir con verdaderos expertos duelistas, ni con veteranos curtidos en batalla. Tampoco  era esa su intención, sino ganar tiempo y espacio para recurrir a sus verdaderas armas.

Y en los sórdidos callejones portuarios donde encontró a Fabián vendiendo sus habilidades a matones y rufianes, remendando su carne maltratada, proporcionando pociones y venenos a aquellas que buscaban una solución rápida a sus problemas conyugales, era prudente dar muestra de aplomo y entereza, enseñando los dientes y escarmentado de ser necesario a sus nativos.

La peste a pescado podrido, apenas enmascarado por la brisa nocturna, se unía al hedor a cadáver de su ropa, pero Caethdal  no se dejaba distraer con facilidad. Le seguían.

Los callejones sinuosos y estrechos de la barriada eran un desafío para los ajenos a la marginal sociedad que en ellos vivía y moría. Plazoletas y patios interiores recibían el nombre de los negocios que allí se acordaban. "El Patio de los Cuchillos", "La Fuente del Ahogado" o "El Jardín de los Enamorados" eran nombres de doble significado. Los viejos muros se combaban, compartiendo confidencias. Los tendales iban de una pared a otra limitando el campo de visión. Y las escasas luces prendidas sembraban anzuelos listos para capturar a los incautos.

Sin embargo, Caethdal llevaba frecuentando el Barrio Bajo suficiente tiempo para interpretar las señales, los ecos huidizos, las ausencias, sobre todo las ausencias. Ni un habitual en su camino, mendigo, pilluelo, prostituta, descuidero o carterista. 


Alguien ha enviado a un degollador tras de mí —Pensó el elfo esbozando una sonrisa lupina, al tiempo que modificaba el curso de sus pasos.


Al poco, pudo comprobar que su perseguidor no estaba dispuesto a cejar en su empeño, y con resolución renovada se dirigió a uno de sus rincones predilectos. El patio interior de un caserón largo tiempo abandonado y ruinoso. "El Pozo del Carnicero" le decían, motivado por el gran pozo levantado en su centro. Una vetusta, carcomida y maciza rueda de carro fijada con herrumbrosos clavos tapaba su boca y calmaba habladurías y conciencias inquietas.

Con decisión caminó el mago elfo hasta el fondo del patio. Interponiendo el pozo entre su perseguidor y la salida.


—¿Y bien? —Con un deje de desdén interpeló a las sombras, mientras desenvainaba su espada y desentumecía los músculos de sus brazos.


Tal y como esperaba, un individuo menudo y furtivo, encapuchado, embozado y cubierto de pies a cabeza con ropajes de tonos oscuros, verdes, marrones y negros entró cauteloso en el patio. Sus ojos duros e inquisitivos examinaban el campo de batalla elegido por su presa. Cimitarra en la diestra y cuchillo en la siniestra, medía la distancia que los separaba.

El arma de Caethdal le otorgaba la ventaja de su mayor alcance, el pozo jugaba también en beneficio del mago.

Mientras se evaluaban el uno al otro, rodeaban el pozo. Si él lanzaba una estocada, el encapuchado lo desviaba con su hoja. Si la cimitarra, arma más pesada, atacaba, Caethdal retiraba la suya, más frágil y retrocedía.

Dos combatientes expertos esperando el error ajeno. Entonces, un lance imprevisto, la espada hace sangre en la mejilla, un rasguño a cambio de acortar la distancia que los separa. El cuchillo surca el aire, la pesada capa de viaje, convenientemente enrollado en el brazo libre, lo intercepta. Cae sobre la rueda que cubre el pozo. Caethdal ha dejado una abertura en su guardia. El embozado la aprovecha, corriendo tras lanzar su hoja, le toma la posición y golpea al elfo en el pecho con su mano libre, la cimitarra gira, al mago le falta momentáneamente el aire, pero la esquiva. Su sombrero cae al suelo.

En ese momento, una idea lo asalta. Su adversario no está usando fuerza letal. Tampoco parece preparado para enfrentarse a su magia. Recupera la distancia entre ellos. El pozo los separa otra vez.


—¿A qué viene todo esto? —Murmura, sin obtener respuesta.


Entonces se sorprende de nuevo. Su rival se lleva un tubo a la boca, instintivamente, él se cubre con su pesada capa. Una nube de empalagoso polvo le irrita los ojos, pero evita inhalar lo peor. El retrocede tosiendo, su atacante salta sobre la rueda que cubre el pozo, recoge su cuchillo…


—Jaula de Espinas —Con férrea autoridad da forma a su verdadero poder.


Las sombras en torno al encapuchado se solidifican, como zarzas de afiladas espinas se aferran a brazos y piernas buscando sangre, inmovilizando a su presa.


—Luna Negra —Habla por vez primera su asaltante, debatiéndose por liberarse, sin dejar de vigilar sus movimientos.

—Si. —Con sencillez se encoge de hombros. —Y tú estás muy lejos de casa. Si no me equivoco.


Espera en respuesta en vano, en lo que recoge su sombrero y le sacude el polvo.


—No, no te equivocas. Venyagozar está a un mar y medio continente de distancia —Le contesta una voz femenina.

—¿Quién…?

—Es una pena lo que los humanos han hecho con este lugar. ¿No te parece Caethdal?

—Ya te veo —Mintió al reconocer la voz —¿Y a ti te parece mejor perseguirme así, Drinlar? —La contestó él obsequiando con una mueca a los aparentemente vacíos soportales.

—No sabíamos que eras tú el que nos arrebató al zapatero. —Reconoció ella con calma, una vez canceladas las disciplinas que la mantenían oculta, en lo que entraba en el patio.


Ahora sí la veía. Vestida para el trabajo, como su compañero, ropajes de colores apagados y oscuros, encapuchada, pero no embozada, lucía una sonrisa triste y una mirada de nostalgia en sus ojos grises.


—Y ahora que lo sabes, ¿Qué vas a hacer? —Divertido por el vuelco de la situación se regodeó él.

—Pedirte que liberes a Selid, para empezar —Mås sería respondió ella —Y luego tratar de intercambiar información en un lugar civilizado.

—Sea —Aceptó el, disipando su conjuro —Yo tampoco sabía que estabais tras la pista de estas criaturas.

—¿No pretenderás que colaboremos con un luna negra? —Una vez liberado, protestó el enjuto venagozariano.

—Esto es más importante que tus rencores —Le amonestó Drinlar —Ademås, a Meldoried le agradará que colabores con "este" luna negra.


Y ante la mirada de perplejidad de Selid, Caethdal se caló su sombrero y suspiró con gesto cansino añadiendo:


—Lo mismo es a mi al que menos convence está asociación…


Pero salieron juntos de los callejones.

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